Especialistas hemos
sido los españoles en la aplicación de la más socorrida de las fórmulas para narcotizar
el reconcomio: descargar en quien no las tenga nuestras propias culpas.
Hubo un
antepasado del actual rey, llamado Alfonso XIII, que se entrometía tanto en asuntos ajenos
porque eran propios del gobierno, que hasta se inventó un verbo para definir su
vicio: “borbonear”.
A su biznieto
Felipe VI le afean ahora que no borbonee, que no asuma como problema de la
jefatura del Estado que ejerce, las responsabilidades propias del Gobierno que
no desempeña las suyas para frenar la independencia de Cataluña.
A los que no
vivimos ni aspiramos a vivir del ordeño a las ubres del Estado nos corresponde
el derecho y el deber de advertir que, hasta que los españoles no aprendamos a
solucionar por nosotros mismos nuestras necesidades personales, no deberían
dejarnos que decidamos las generales.
¿Qué eso sería
retroceder a la dictadura?
No. Sería
adecuar ésta democracia de nombre a lo que, en realidad es: una dictadura de
las cúpulas de los partidos políticos, en la que los ciudadanos, afiliados y simpatizantes
aceptan o se resignan a aceptar lo que el que mande ordene.
Pasó España de
una dictadura declarada a una dictadura encubierta.
En la de
antes, por lo menos, no te engañaban.
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