sábado, 4 de febrero de 2017

EL LLANTO DEL PUEBLO

Los pueblos son responsables de los cambios que, de felices, convierta en desgraciados a la gente en su país y, para ser justos y en contrapartida, los que de desdichados los lleve a la felicidad.
¿Cuándo acierta un pueblo al cambiar?
Cuando ya instalado en la nueva situación y encerrada en el baúl de los recuerdos la antigua, llegue a la conclusión de que el hoy es mejor que el ayer.
La añoranza del pasado, por el contrario, indicaría que el cambio fue una filfa, una metedura de pata, una meada fuera del tiesto.
Hay que darle tiempo al tiempo para no precipitarse y sacar conclusiones erróneas al analizar si los cambios que un pueblo decidió en 1978 merecieron la pena o, vistos desde éste 2017, han resultado un fracaso, un desatino.
Algo que el cambio cambió fue la posibilidad de preguntarle al pueblo si está contento o no con la forma en que viven sus vidas.
Algo que, al no ser posible antes, no se sabe qué habría respondido pero que ahora que el pueblo tiene libertad para decir y hasta para gritar, recibe una respuesta casi unánime:
Excepto para los relativamente pocos que mandan, los infinitamente más que obedecen dicen que la cosa no solo está ahora peor que antes, sino que seguramente hoy está mejor que lo estará mañana.
Si ahora la gente está tan descontenta ahora como lo estaba hace 38 años, ¿para qué se metió en el lío que el cambio, en lugar de desliar,  ha enredado todavía más?
Para poder proclamar que la culpas de los males de antes era de la dictadura y la de los de ahora es de la democracia, en la que por lo menos nadie te prohíbe protestar.
La letra de una sevillana se pregunta: “¿Para qué quiero llora, si no tengo quien me oiga?”
Evidentemente, ese llorar sirve para que quien oiga el llanto sepa que el llorón no está contento.

Ese es el logro mayor, y no sé si único, de todo este jaleo que los españoles han liado con su cambio de dictadura a democracia.