Los pueblos son
responsables de los cambios que, de felices, convierta en desgraciados a la
gente en su país y, para ser justos y en contrapartida, los que de desdichados
los lleve a la felicidad.
¿Cuándo acierta
un pueblo al cambiar?
Cuando ya
instalado en la nueva situación y encerrada en el baúl de los recuerdos la
antigua, llegue a la conclusión de que el hoy es mejor que el ayer.
La añoranza del
pasado, por el contrario, indicaría que el cambio fue una filfa, una metedura
de pata, una meada fuera del tiesto.
Hay que darle
tiempo al tiempo para no precipitarse y sacar conclusiones erróneas al analizar
si los cambios que un pueblo decidió en 1978 merecieron la pena o, vistos desde
éste 2017, han resultado un fracaso, un desatino.
Algo que el
cambio cambió fue la posibilidad de preguntarle al pueblo si está contento o no
con la forma en que viven sus vidas.
Algo que, al no
ser posible antes, no se sabe qué habría respondido pero que ahora que el
pueblo tiene libertad para decir y hasta para gritar, recibe una respuesta casi
unánime:
Excepto para
los relativamente pocos que mandan, los infinitamente más que obedecen dicen
que la cosa no solo está ahora peor que antes, sino que seguramente hoy está
mejor que lo estará mañana.
Si ahora la
gente está tan descontenta ahora como lo estaba hace 38 años, ¿para qué se
metió en el lío que el cambio, en lugar de desliar, ha enredado todavía más?
Para poder
proclamar que la culpas de los males de antes era de la dictadura y la de los
de ahora es de la democracia, en la que por lo menos nadie te prohíbe
protestar.
La letra de una
sevillana se pregunta: “¿Para qué quiero llora, si no tengo quien me oiga?”
Evidentemente, ese llorar sirve para que quien oiga el llanto sepa que el llorón no está
contento.
Ese es el logro
mayor, y no sé si único, de todo este jaleo que los españoles han liado con su
cambio de dictadura a democracia.