Menudean los
que califican de sinvergüenzas a los ciudadanos que, habiendo tenido ocasión de
quedarse con lo que a ellos les hubiera avergonzado quedarse, se lo quedaron.
Evidentemente
es un calificativo, por lo menos, precipitado.
Porque:
¿tuvieron alguna vez la oportunidad de quedarse con algo ajeno y no lo
hicieron? ¿es más sinvergüenza el que roba mucho que el que roba poco? ¿es peor
el ladrón que al robar pone en peligro la seguridad del desvalijado? ¿el que
roba al que tiene mucho es menos ladrón que el que se apropia de lo único que
posea su víctima?
En ésta España
que eternamente fue tierra de bandoleros y carteristas parece que, de un tiempo
a ésta parte, se roba con el mismo fervor con que reza hoy el que hasta ayer fué
ateo.
Robar es, por
lo menos, tan antiguo como la insatisfacción estomacal del que no ha comido o
los ardores después de atiborrarse.
Pero, ¿y si
los que roban son los políticos?
(Tuve de
profesor de confección periodística al comandante Bandin, que antes de director
de “Informaciones” como entonces lo era, había combatido en la gloriosa
División 250 de la Wehrtmarcht, y que en las clases que dictaba decía que “el
periodista es un hombre como otro cualquiera”.
A la misma
conclusión he llegado yo a mis 73 años después de intensa y prolongada
meditación: el político es un ser humano como cualquier otro, pero con las
posibilidades que otros no tienen de meter la mano en el gallinero y llevarse
la gallina.