Esto de los
catalanes que se quieren ir y de los españoles que no quieren que se vayan de
España es una prueba evidente de que, por mucho que se diga que el hombre es un
animal racional, son sus emociones las que determinan sus actos.
Y, de entre las
emociones, el recelo que origina el miedo es más poderoso que el halago que
induce a la confianza.
Consecuencia: si
los que no son catalanes insisten con tanta persistencia en que Cataluña forme
parte de España, algún interés los moverá para que, al lograrlo, ganen tanto
como pierdan los catalanes que no quieren considerarse españoles.
Hay en esa
discrepancia secular entre los que pretenden que Cataluña sea una de las partes
de España y los que insisten en que no lo es, una discordancia de emociones
imposible de conciliar con la razón.
Los partidarios
de la independencia apelan fundamentalmente a las emociones para fundamentar
sus razones y los que defienden la integración sobreponen las conveniencias que
la integración propicia.
Discrepancia
entre dos opciones opuestas en las que el ser humano tiene que decidir
constantemente en su vida diaria.
En esa duda
permanente que es la vida, las emociones son determinantes en las decisiones
trascendentales y la razón en las rutinarias.
¿Es
trascendental para los catalanes su integración o segregación de España? ¿Lo es
para los españoles no catalanes?
Por la forma en
que esa discrepancia se concilie o no, lo sabremos.
Si lo que es ya
una cuestión emocional para los partidarios de la independencia se contagia a
los que abogan por la integración, es inevitable el recurso a la fuerza, la
herramienta para enmudecer discrepancias irracionales.