sábado, 4 de marzo de 2017

LA DEMOCRACIA

El que ignora cómo se va de La Ceca a la Meca, ¿puede aconsejar cómo llegar antes y más plácidamente a La Meca desde la Ceca?
El que necesita que los demás le den parte de que lo que les sobra para tener algo de lo mucho de que carecen, ¿cómo va a decidir cuánto deben darle los que tengan más que él para que el que dé y el que reciba tengan lo mismo?
El que no sepa acumular un  patrimonio suficiente, ¿cómo puede determinar si es excesivo el de los que le dan parte de lo que les sobra?
Pues éstas, y otras peguntas sin respuesta satisfactoria, inducen a una conclusión sorprendente: no puede tener el mismo valor la decisión del que no sabe resolver sus propias necesidades que la del que resuelve las suyas y aminora las ajenas.
Y no es que no sea cierto que todos nacemos iguales y morimos iguales: absorbiendo el primer aliento y exhalando el último.
Son dos instantes de igualdad contra las decenas de años de desigualdad, que son los que marcan la médula de la vida.
Ni el instante del nacimiento ni el de la muerte, en los que somos iguales los seres humanos, cuentan para el cómputo de aciertos y equivocaciones que es la vida humana,  en la que el que se esfuerza más y se administra mejor prospera y el que se empeña menos y se organiza peor fracasa.

Así que la democracia, ese bálsamo de Fierabrás que dicen que sana todos los desarreglos sociales,  es una filfa, un engaño, un camino que de ninguna parte arranca y que a ninguna meta llega, por el que los políticos hacen deambular a los que se dejan que los gobiernen.