El que ignora
cómo se va de La Ceca a la Meca, ¿puede aconsejar cómo llegar antes y más
plácidamente a La Meca desde la Ceca?
El que necesita
que los demás le den parte de que lo que les sobra para tener algo de lo mucho
de que carecen, ¿cómo va a decidir cuánto deben darle los que tengan más que él
para que el que dé y el que reciba tengan lo mismo?
El que no sepa
acumular un patrimonio suficiente, ¿cómo
puede determinar si es excesivo el de los que le dan parte de lo que les sobra?
Pues éstas, y
otras peguntas sin respuesta satisfactoria, inducen a una conclusión
sorprendente: no puede tener el mismo valor la decisión del que no sabe
resolver sus propias necesidades que la del que resuelve las suyas y aminora
las ajenas.
Y no es que no
sea cierto que todos nacemos iguales y morimos iguales: absorbiendo el primer
aliento y exhalando el último.
Son dos
instantes de igualdad contra las decenas de años de desigualdad, que son los
que marcan la médula de la vida.
Ni el instante
del nacimiento ni el de la muerte, en los que somos iguales los seres humanos,
cuentan para el cómputo de aciertos y equivocaciones que es la vida humana, en la que el que se esfuerza más y se
administra mejor prospera y el que se empeña menos y se organiza peor fracasa.
Así que la
democracia, ese bálsamo de Fierabrás que dicen que sana todos los desarreglos
sociales, es una filfa, un engaño, un camino que de ninguna parte arranca y que a ninguna meta llega, por el que los políticos hacen deambular a los que se dejan
que los gobiernen.