Esta Andalucía
mía y de otros ocho millones y pico de andaluces es un ectoplasma dúctil, al
que el manipulador que lo manipule puede dar la forma que le apetezca.
Eso sí: hasta
1978, y por lo menos por derecho, el que manoseaba Andalucía para darle la forma que
hasta entonces tuvo no era andaluz, sino romano, moro o castellano.
¿Y desde
entonces?
Desde 1978, y
por lo menos jurídicamente, Andalucía es lo que los andaluces quieren, o
pretenden, que sea.
Todavía hay
metomentodos forasteros que no solo no dejan a los andaluces ser lo que ellos
quieran ser, sino que condicionan la forma de ser de los andaluces.
Por ejemplo,
los madrileños, esos entrometidos que siguen empecinados en que los andaluces
no sean lo que quieren ser porque los obligan a ser como ellos son.
Hasta han
logrado que, como a ellos los mandan señoras desde hace diez o doce años, a los
andaluces nos mande también una señora, Susana Diez.
Pero en el
género de las mandamasas es, posiblemente, en lo único en que coincidan ambas,
conocidas ahora como regiones autónomas, que es una evolución modernizada de la
ya anticuada (¿obsoleta?) división territorial de España.
¿Y en qué
negocios de la exclusiva competencia de ambas regiones autónomas se inmiscuye la madrileña en perjuicio de la
andaluza?
Pues en que la
presidenta madrileña no les cobra casi nada a los herederos de un difunto por
hacerse cargo de la herencia y la andaluza les cobra un porcentaje tan
desorbitado que les conviene más renunciar al caramelo indigesto que es la
herencia, que pagar para disfrutarla.
Y la presidenta
andaluza quiere seguir cobrando lo que cobra y, para que no la critiquen los
suyos por hacerlos pagar tanto, exige que la madrileña les haga pagar a los
suyos tanto como ella les cobra a los andaluces.
Cosas de éste
quilombo descentralizador que son las autonomías, en un tiempo en el que,
gracias a la informática, me han arreglado desde Canadá el ordenador en el que
escribo en Palma del Río.