miércoles, 31 de mayo de 2017

PAÑUELOS TIRADOS AL RIOÑ



Hubo una vez un sádico, cantado por los juglares de la época, que experimentaba un éxtasis casi carnal cuando tiraba el pañuelo de su amada al río para gozar mirando cómo se hundia.
Debió haber sido aquella una relación tormentosa porque el pañuelo era “el ultimo recuerdo de tu cariño que yo tenía”.
Ido el pañuelo, borrada la memoria de aquellos tiempos aciagos.
Algo parecido, pero menos sensual pasa en mi pueblo porque, en vez lágrimas sentimentales, echan a los dos rios que en Palma del Rio confluyen costosos pañuelos tan caros como si hubieran sido bordados con sedas de Hangchow.
Por su cercanía al cauce del Genil, el convento de Santa Clara es uno de esos pañuelos.
Al que hasta hace seis  años concitaba el amor de los habitantes de Palma del Rio, que como muestra de su afecto lo habían hecho alcalde, se le ocurrió restaurar un viajo convento utilizando mano de obra local que aprovecharían la experiencia para aprender oficios que la economia demandaba y no encontraba.
Solamente el claustro mudéjar restaurado hubiera justificado la obra, aunque no todos los cinco millones de euros invertidos.
Y es que la voluntad de los políticos es tan cambiante como el rodar de las olas, como la dirección del viento señalada por una veleta enclavada en el Estrecho de Gibraltar, permanentemente zarandeada de poniente a levante.
Nada más posar sus posaderas en el sillón municipal hasta entonces usufructuado por su antecesor y conmiliton, el nuevo alcalde José Antonio Almenara sintió la imperiosa necesidad de todos los hijos: matar al padre.
Lo hizo de manera incruenta pero costosa: pero cómo se gaste el dinero importa poco si el dinero es ajeno, tuvo la ocurrencia de destinar el reconstruido convento a museo de los modistos Vittorio y Luchino, los que hace una decena de años imponian las modas que ya no imponen.
Nueva millonada de otros para financiar una ocurrencia propia.
Así que los rios de Palma del Rio, el Genil y el Guadalquivir, y desde que la democracia transformó este austero país que siempre fue España en la cañeria del dinero que vierte su caudal en el sumidero,  están de permanente enhorabuena.
Al Guadalquivir le han regalado no solo un airoso puente con tantas luces que parece una verbena por las noches sino, además, un llamado observatorio porque desde donde lo enclavaron se podría observar su corriente si previamente talaran los frondosos árboles que la ocultan.
El alcalde que tuvo la feliz idea del observatorio del Guadalquivir le paga una cantidad anual al particular que la ocupa y explota.
Entre las muchas otras trivialidades innecesarias, a los perros le han hecho un parque para que meen y dispone el pueblo de un suntuoso Palacio de Congresos y Exposiciones para que una plantilla de empleados públicos retrase el deterioro que el paso que el tiempo hará envejecer sus estructuras.
El palacio de Congresos nació virgen y virgen sigue. Sin uso, sin provecho, sin que en su seno se haya gestado ninguna promesa para convertirlo en realidad rentable.