domingo, 9 de julio de 2017

EL TOUR



No es que el sufrimiento ajeno haga más feliz al que solo sea testigo de sus desgracias.
Pero casi.
Basta ser adicto a contemplar desde el propio salón climatizado en su confortable sillón articulado ese ritual que es la vuelta ciclista a Francia.
Cuantas más fatigas sufran los corredores, más exigentes somos los espectadores.
No es que desde la cómoda posición de espectadores sintamos como propios los tormentos y retortijones del corredor en la tambaleante bicicleta.
Es que lo insultamos por dejarse rebasar por el que lo persiguiera, como si nos hubiera estafado al renunciar a un triunfo que nos correspondía como espectadores.
Nos habíamos identificado con su carrera, como si hubiera estado disputándola con el esfuerzo físico de nuestra simpatía moral.
Esa es la grandeza, la droga y el veneno de los espectáculos deportivos.
Nos apropiamos del mérito del triunfo de nuestro equipo y, cuando no gana, culpamos a alguno de los jugadores porque nos estafó con sus imprecisiones o sus fallos.
Es una cabronada, pero así es la vida.
El secreto de una existencia placentera es apropiarse de las satisfacciones del triunfo de otros y culpar a otros de los fracasos propios.
En definitiva: buscar y encontrar un culpable de nuestra incapacidad.