“No hay mal que
cien años dure ni cuerpo que lo resista”, sentencia el viejo refrán que invita
a poner buena cara al mal tiempo.
Y, ¿recuerda
alguien peores tiempos que éstos, en los que la democracia ha pasado de camino
para llegar a la felicidad suprema, a la suprema felicidad de patear
tozudamente el mismo camino?
Seguramente
habrá quien proteste con razón al señalar que en el mismo instante en el que un
individuo exulte de gozo, el que vaya a su lado se mustiará de amargura.
Y es verdad.
Porque esas fórmulas
de obligado cumplimiento para todos servían para los adoquines que empedraban
las antiguas calles de las ciudades, cortados para que en cualquier lugar
encajaran los otros con los unos.
Lástima que las
personas humanas no seamos como aquellos adoquines que se acomodaban pasiva y
dócilmente al espacio en que el capricho o la voluntad ajena los colocaran.
El ingenio, esa
insólita habilidad humana que distingue al hombre de las piedras y las fieras,
hizo posible lo que no lo era: transmutar al ser humano en adoquines intercambiables.
Se conoce ese
sistema por democracia, y partidos políticos a los lotes de adoquines iguales
entre sí pero diferentes a los de otros lotes, con los que pavimentar el camino
a la felicidad democrática.
Cada cierto
tiempo, la misma calle que es un pais cambia: los adoquines socialistas de
color anaranjado reemplazan en la parte
principal del trazado a los azules pálido del Partido Popular y los de tono
granate de Podemos se colocan donde al capricho del arquitecto llamado Votante
le parezca.
Invento sin
sustancia el de la democracia. Las calles siguen igual de empedradas que antes
pero con la excitación añadida del misterio en que quedarán distribuidos los
adoquines.