sábado, 22 de julio de 2017

LOS ADOQUINES



“No hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista”, sentencia el viejo refrán que invita a poner buena cara al mal tiempo.
Y, ¿recuerda alguien peores tiempos que éstos, en los que la democracia ha pasado de camino para llegar a la felicidad suprema, a la suprema felicidad de patear tozudamente el mismo camino?
Seguramente habrá quien proteste con razón al señalar que en el mismo instante en el que un individuo exulte de gozo, el que vaya a su lado se mustiará de amargura.
Y es verdad.
Porque esas fórmulas de obligado cumplimiento para todos servían para los adoquines que empedraban las antiguas calles de las ciudades, cortados para que en cualquier lugar encajaran los otros con los unos.
Lástima que las personas humanas no seamos como aquellos adoquines que se acomodaban pasiva y dócilmente al espacio en que el capricho o la voluntad ajena los colocaran.
El ingenio, esa insólita habilidad humana que distingue al hombre de las piedras y las fieras, hizo posible lo que no lo era: transmutar al ser humano en adoquines intercambiables.
Se conoce ese sistema por democracia, y partidos políticos a los lotes de adoquines iguales entre sí pero diferentes a los de otros lotes, con los que pavimentar el camino a la felicidad democrática.
Cada cierto tiempo, la misma calle que es un pais cambia: los adoquines socialistas de color  anaranjado reemplazan en la parte principal del trazado a los azules pálido del Partido Popular y los de tono granate de Podemos se colocan donde al capricho del arquitecto llamado Votante le parezca.
Invento sin sustancia el de la democracia. Las calles siguen igual de empedradas que antes pero con la excitación añadida del misterio en que quedarán distribuidos los adoquines.