Los que tenemos
edad para establecer la diferencia sabemos que cualquiera tiempo pasado fue
mejor.
Y es lógico
porque en el pasado éramos jóvenes y en el presente somos viejos.
Como cada cual
cuenta la feria según le haya ido, ¿qué penuria resulta agobiante para el que
la afronta desde el vigor de la juventud y qué contratiempo no es tribulación
en la vejez?
Y es que la
desgracia y la felicidad son conceptos ambiguos y tan polivalentes como el
número de individuos que los experimenten.
Un suponer:
mandar a alguien a que le dieran por donde amarga el pepino era desearle una
desgracia a muchos de los que ahora lo consideran una necesidad anhelada.
¿Y el prestigio
social de los que tenían más de lo que necesitaban?
Antes eran la
esperanza de los que nada tenían y de todo carecían.
Ahora son individuos
en liberad condicionada al descubrimiento de indicios que despierten sospechas
que conduzcan a su encarcelamiento por ladrones.
Y es que la
gente normal, la que se dedique a profundizar en la metempsicosis, en la belleza
de la fealdad o en la fealdad de la belleza, bailamos sobre un volcán a punto
de erupción.
En cuanto no
necesitemos a los que manden nos encarcelarán.
Y con lógica:
el que no necesite al que esté mandando es porque complota para que manden
otros.