De la
Andalucía anterior a las autonomías es mejor no hablar y evitar así la
melancolía que tantas veces acaba ahogada en lágrimas.
Porque a uno,
que nació en un pueblo del centro de Andalucía, siempre le ha dado la impresión
de que Andalucía es algo así como el lobo de Blancanieves para unos, o la
propia Blancanieves para otros.
Una ficción,
una entelequia, la materialización para unos del edén que nunca existió y, para
otros, del banco de galeotes gobernado por un cómitre sanguinario.
Lo andaluz,
para los no andaluces, ha sido tierra de indolentes cuentachistes que eludían
sus obligaciones con la picardía de su “grasia” .
La
pronunciación del castellano andaluzado, el que se expandió junto con el de
acento canario por todas las tierras que alguna vez fueron España, es el motivo
de jocunda inspiración para los que juzgan al ser humano no por lo que diga,
sino por el acento con que lo diga.
El manido
chiste sobre el español andaluzado es una epidemia que ha contagiado a casi
todos los que hablan español con el más reciente acento castellanizado, el que
se ha impuesto en la moda peninsular desde que España dejó de ser universal.
Al ya ex
cónsul español en Washington, Enrique Sardá Valls, le hubiera sido de más
provecho profesional saber que el acento con el que se comunican en español los
hispanohablantes del país en el que representaba a España, les es más familiar el suave español andaluz
que la bronca pronunciación castellana.
Y que se deje
de intentar ser gracioso si sabe, como debería saber, que no tiene ni chispa de
gracia.