Es ésta una
guerra que, como todas las que la antecedieron, se libra para imponerse al
enemigo si es necesario eliminándolo.
Otras guerras,
diferentes a la que han desencadenado los musulmanes contra los que profesen una
religión distinta, podrían terminar sin necesidad de eliminar a todos los
enemigos.
Pero en ésta solo salvarían sus
vidas los que renunciaran a sus creencias y adoptaran como propias las
creencias de sus enemigos musulmanes.
Como en todos
los enfrentamientos bélicos, los combatientes se identifican por el uniforme que
vistan los oponentes.
En ésta
guerra, sin embargo, el uniforme diferencial no son las prendas de los
adversarios sino la manera en la que cumplan los preceptos de sus religiones.
A unos, su
religión los exhorta a matar a todos los que no crean lo que ellos creen y, a los otros, a morir mansamente por su fe.
Ni siquiera
aceptan que los musulmanes que matan a los que no lo son lo hagan por motivos
religiosos, sino como reacción por injusticias de los cristianos contra los
musulmanes.
Los que encauzan
la furia asesina contra los cristianos solo tienen responsabilidad por sus
actos ante el dios que, como idea tan intangible e invisible como lo es un
concepto abstracto, ni siquiera puede singularizarlo la menta del hombre.
Una guerra
planteada en esos términos tiene un desenlace previsible.
¿Y si, en vez
de pelear ésta guerra en territorios habitados por cristianos, los dirigentes
políticos cristianos decidieran llevar soldados para que los combates se libren
territorio musulmán?
Sin la menor
sombra de duda, si a la capacidad tecnológica y militar de los cristianos se
añadiera la voluntad política de sus gobernantes para hacerlo, esta gierra ni
siquiera habría empezado.
¿Por qué los
que, por sus cargos, no envían tropas allí. en lugar de retenerlas aquí?
Porque cien
compatriotas muertos lejos los privaría de más votos que miles dejándose matar
a domicilio.