Las
administraciones públicas se justifican por apadrinar normas legales que
permitan la convivencia de los ciudadanos, y garantizar su cumplimiento.
Si las leyes
que emanan de las administraciones no cumplen satisfactoriamente ninguno de
esos fines, los gobiernos que asumen la responsabilidad de que las leyes se
cumplan estorban y no ayudan a la sociedad.
En esa
coyuntura estructural se encuentra éste Estado Español desde que decidió
fragmentar la función de dictar leyes y hacerlas cumplir entre administraciones
con objetivos contradictorios.
Han dividido al
Estado para vencer al Estado.
Y los que se
benefician de esa fragmentación son tantos que es imposible rectificar por
acuerdo de todos a los que favorece.
Cuando se
aprobó aquella Constitución de 1978, hecha para callar la boca a todos los que
la prensa prestaba oídos y servía de eco a sus ansias de notoriedad, pocos preveíamos
la calamidad que a todos nos aguardaba.
Si todos los
partidos políticos son malos, reduzcamos a dos las decenas de partidos que hoy
alborotan el país para repartirse los despojos del cadáver: el que gobierne
porque logró más que el adversario que, por haber tenido menos apoyo, ejerza de
oposición.
Y, aprovechando
los avances informáticos de ahora que en 1978 todavía no eran evidentes, con
una sola administración basta para saber desde, por ejemplo Cádiz, lo que
ocurre en Barcelona.
Si se
aprovecharan los adelantos informáticos, sobrarían las autonomías.
El Gran Hermano
de aquel Orwell de 1948 ya es real en 2017.