Este mundo
puñetero en el que nos han puesto para vivir esta hecho muy malamente.
Un suponer:
hace nada y menos, un huracán encharcó medio estado de Texas y dejó a la ciudad
de Houston convertida en un palafito, que son concentraciones habitacionales
levantadas sobre el agua.
Ahora, otro
huracán les quita el sueño a las islas del Caribe y, por si fuera poco, hasta a
la Florida, ese estado del sureste de los Estados Unidos que podría quedar tan
anegado que solo se salvaría del caos su fuerte de San Agustín que, por haberlo
levantado los españoles piedra a piedra, no le teme a las lluvias huracanadas.
Lo que está
pasando en los últimos siglos con aquella zona del mundo y lo que pasa en esta,
que es mi Palma del Río, es una demostración palpable de que no somos iguales
por naturaleza, sino diferentes.
Mientras que
en aquella parte del mundo el agua sobra, aquí falta.
Todo lo que
ha llovido en los últimos meses, tan largos que todos parecieron tener 31 días,
es lo contrario de lo que pasa habitualmente en el Caribe y la costa sureste de
Estados Unidos:
En los últimos tiempos, por aquí, las precipitaciones lluviosas han sido las 23 gotas por metro
cuadrado que cayeron hace una semana.
Bien está que
el observatorio meteorológico local calificara de “gordas” a las gotas caídas, pero
en 23 se quedaron.
Y ni siquiera
queda en mi pueblo el recurso de mandar aviones que bombardeen las nubes con
yoduro de plata para provocar la lluvia.
Ni una nube
se ha atrevido a aparecer por aquí en los últimos tiempos.
Pensando
estamos muchos de mis paisanos en trasladarnos en masa al Caribe para que, al
cambiar de residencia, cambien nuestras vidas.