jueves, 23 de agosto de 2018

LAS FILAS


Uno de sus nietos admitió que su abuelo era dueño de 20.000 hectáreas de terreno, una superficie equivalente a la del término municipal de mi pueblo, Palma del Rio.
En aquél verano de 1936, cuando faltaba un cuarto de siglo para que el regadío sustituyera al secano como método de cultivo y la prosperidad desplazara a la miseria, el hambre era la plaga más extendida para el 90 por ciento de la población, que vivía de lo que le sobraba al 10 por ciento restante.
Y como una esperanza para los que nada tenían y un castigo para el que tuviera mucho, llegó la República que nadie sabía lo que sería.
Los más esperaban que fuera mejor que la Monarquía fugitiva y los menos temían que sería peor que el régimen extinguido.
Mandaron, en efecto, los que hasta entonces habían sigo mandados y obedecieron con reticencias  los que habían mandado hasta entonces.
Y la espesa mañana de un día de hierro fundido del mes de Julio sucedió lo que los menos esperaban que llegara y los más temían que ocurriera: el ejército, que a regañadientes había envainado sus espadas para que la República reemplazara a la Monarquía volvió a empuñarlas para que España volviera a ser lo que había sido hasta hacía cinco años.
El pueblo festejó como de costumbre el triunfo de los más contra los menos: quemó iglesias, mató a algunos incautos y satisfizo su hambre endémica con las proteínas que más a su alcance tenían: los toros de lidia que señoreaban las estériles estepas que cercaban al pueblo, y de las que era dueño el terrateniente por antonomasia.
Desde Écija llegó el agraviado seis semanas más tarde, a la cabeza de la columna militar que, al mando del Comandante Baturone, recuperó sin resistencia las casas del pueblo, previamente abandonadas por sus efímeros dueños republicanos.
¿Y lo de “las filas”?
Ni aunque sobreviviera Palma del Rio a la última de las catástrofes que eliminen el postrer recuerdo de la Tierra, se olvidará:
Los reconquistadores militares con el terrateniente como mando efectivo y el comandante Baturone como su asistente, convocó a todos los varones a la Plaza del Ayuntamiento, los hizo formar en filas y, uno por uno, fue revisando a los alistados.
Muy de vez en cuando hacía señas al soldado a su servicio y el señalado salía de la fila, incrédulo todavía por haber salvado la vida.
Hoy he sido convocado por el alcalde de mi pueblo para que asista al acto en el que se rememorará la tragedia.
No iré. No iré a ningún acto en el que se reviva, aunque solo sea en el recuerdo, la infamia disfrazada de justicia del vecino que mata al vecino indefenso.