En los
tenebrosos tiempos precibernéticos anteriores a la cremallera, ese artilugio
que oculta lo que no es conveniente que se vea, se decía que “para muestra
basta un botón”.
Entendía el
que lo oía que el que lo había dicho se refería a que conocer sólo una parte de
la totalidad bastaba para conocer todo el conjunto.
Ínfima, pero
parte del apabullante Estado que nos priva de libertad a cambio de una seguridad
que no es capaz de garantizar, es la licencia sanitaria para la elaboración de
alimentos.
Es indispensable,
y hay que pagar para que te la concedan y poder abrir al público tabernas,
restaurantes, merenderos, confiterías, pastelerías, chiringuitos y similares.
Un documento,
que ha de ser colocada en sitio visible, sirve para tranquilizar a los clientes
de que no te darán gato por liebre y de que los manipuladores de comidas y
bebidas lo harán con la más exquisita asepsia.
¿Podemos
consumir tranquilos lo que comamos y bebamos en los establecimientos que
exhiban el papelito?
Mejor no. ¿quien
impide al cocinero rascarse instintivamente por debajo del blanco gorro si le
pica la cabellera?
¿Y si al
pinche madridista que discute acaloradamente con el respostero barcelonista se
le escapa un escupitajo de desprecio al árbitro?
Hora punta
laboral: el cocinero, acuciado por la urgencia, deja los fogones y calma su
desasosiego en el aséptico servicio de nítida blancura pero, temiendo que se le
queme el guiso, se olvida de lavarse las manos antes de reanudar su tarea.
Hay soluciones
para todos esos imprevistos: crear un cuerpo de vigilantes “in situ” integrado
por familiares y allegados políticos de los gobernantes que, por gozar de su
plena confianza, sean incorruptibles en la denuncia de las transgresiones.
Si, ni así se
garantizara la total asepsia en los establecimientos públicos de comidas y
bebidas, cerrarlos todos y que cada cual coma y beba en su casa.