El éxito es la
consecución del fin propuesto mediante los recursos empleados para lograrlo.
Un suponer: el
referendum que la Generalidad catalana montó para lograr la independencia de España
de esa todavía región española.
Si el gobierno
de Carlos Puigdemont, que urdió el referendum para escindir Cataluña del resto
de España lograra ese propósito, habrá alcanzado el éxito que buscaba.
Si Cataluña
siguiera formando parte del territorio del que Puigdemont quería escindirla, su
referendum será un fracaso.
Ni leyes, ni moral
ni pamplinas.
En el
descarnado negocio de la política el éxito es el fin que determina si los
medios para alcanzarlo fueron justos o injustos.
El que gane
tiene el privilegio de reordenar las prioridades éticas y al que pierda no le
queda más remedio que el de acatar, de buena o mala gana, lo que el que haya
ganado disponga.
Al que consiga
su propósito en la disputa política, su victoria le da derecho a reordenar las
prioridades legales adecuándolas a los procedimientos que empleó para ganar.
¿Y qué debe
hacer el que pierda?
Simular que
acepta la nueva situación, sin por eso dejar de conspirar soterradamente con
otros descontentos para, cuando la ocasión sea propicia, ilegalizar las leyes
que lo obligaron a acatar.