jueves, 18 de diciembre de 2014

EL FIN DEL CASTRISMO



El restablecimiento de relaciones entre los Estados Unidos  y Cuba inicia el proceso de liquidación de la satrapía cubana implantada en 1959 y apuntalada por el  bloqueo norteamericano.
No ha habido ningún régimen totalitario que abra sus fronteras para que entren visitantes extranjeros y que no evolucione a partir de entonces a sistemas que toleren la libertad de sus ciudadanos.
El resquebrajamiento del franquismo español, y la creciente tolerancia a los contactos con extranjeros en Rusia, sus satélites y China son ejemplos de lo que ocurrirá en Cuba a partir del acuerdo Castro-Obama.
Si el acuerdo ha sido un triunfo del castrismo o de Obama carece de importancia y solo preocupa a los que se empecinan en personificar los logros o desgracias de los pueblos en la ejecutoria de sus dirigentes.
Los beneficiados indiscutibles serán los cubanos anónimos, que han sufrido la intransigencia de los que han mandado en los dos países y que nada perdían porque las consecuencias las pagaban los cubanos que obedecían a los cubanos que mandaban.
En dos o tres ocasiones visité Cuba por aquél tiempo y me fascinó la belleza de la isla, la inevitable relación de parentesco con su gente y la entereza con que sorteaban sus penurias.
Por lo que me cuentan los que ahora la visitan, la Cuba de ahora tiene que ver poco con la que yo conocí hace casi treinta años, cuando los extranjeros a los que se permitía entrar lo hacíamos por invitación del gobierno, con el que se me encargó negociar asuntos de mi empresa.
En aquellos tiempos, había hambre, y faltaban todos los satisfactores materiales que hacían la vida agradable en los países del llamado mundo libre.
La importancia del extranjero se apreciaba por el lugar donde el gobierno te reservaba alojamiento: a mí me instalaban en el hotel Riviera, el que construyó Meyer Lansky, el mafioso judio de la serie El Padrino.
Cuando sabían que me alojaba en el noveno piso, los cubanos me consideraban importante. Pero, según ese baremo, más debía serlo Regis Debray, que se alojaba tres o cuatro plantas por encima, en la suite del ático, donde me invitó a un suntuoso habano y ron especial.
Me pareció lógico el tratamiento al periodista francés, que acompañó y puede que traicionara al Che Guevara en su aventura cenital de Bolivia.