Estaba uno absorto en la búsqueda de un remedio que, como el
bicarbonato, sirviera para aliviar todos los desajustes del organismo, cuando
como inspirada por un viento celestial, se me reveló una revelación.
Achaco ahora a esa
inquietud, que por fin has sido colmada, la interminable ristra de tropezones que,
como los del cubo contra el brocal de un pozo, ha sido mi vida.
Y es que hasta en
los momentos más plácidos y en las ocasiones más lúdicas, un misterio
irresoluble nublaba mi sosiego:
¿Por qué, en las películas
del oeste, los que pretenden asaltar la diligencia la dejan pasar y se obligan
a perseguirla, en vez de atajar su paso al llegar donde estén emboscados?
Estirando como un
chicle la semejanza del caso de la diligencia con el más trivial de la política,
¿por qué los electores eligen al que, una vez forma gobierno, protestan todas
sus decisiones gubernamentales?
Podrían ahorrarse el
desengaño por la ilusión perdida si, en la próxima vez que depositen su papeleta,
lo hacen en la que no pensaban meterla, sino en la que se habían jurado que
nunca la depositarían.