Además de la
facultad para que el individuo haga, diga y piense lo que le de la gana, la
libertad es la capacidad de pensar, decir y hacer lo que a cada persona quiera,
sin necesidad de justificar la razón o el motivo por el que lo haya hecho.
¿Y si lo que
haga daña o molesta a otro?
Puede,
entonces:
a) pedirle
disculpas por las molestias.
b) darle cien
euros para que se tome una limonada y se le quite el cabreo.
c) meterle un
metido entre los ojos para que pueda añadir uno más a su primer motivo de
queja.
Todo y
cualquier cosa, desde luego, antes que invocar la intervención mediadora en el
conflicto de una parte supuestamente neutral, como el Estado.
¿Y si alguien
siente que la libertad de otro mengua su propia libertad?
Pues,
inevitablemente, salta la chispa del conflicto que, si no se limita en sus
daños y consecuencias, provoca un incendio como el de Atlanta en “Lo que el
viento de llevó”.
Desde luego, lo
que a nadie se le debe ocurrir, (lagarto, lagarto) es pleitear contra el
Estado.
¿Y por qué no?
Porque el
Estado siempre gana y el ciudadano-contribuyente siempre pierde.
a) el ciudadano
tiene que sufragar los gastos de la representación legal que deba defenderlo en
los tribunales.
b)
simultáneamente a sus gastos de defensa, paga con sus impuestos el costo de la
representación legal del Estado.
Si pierde el
pleito, le cuesta un dineral y, si lo
gana, consigue solo la parte de lo que la sentencia, resultante de restar su
aportación vía impuestos de lo que el Estado se gastó al encausarlo.
--Entonces,
¿qué?
--Que del
Estado, tan lejos como de la encina en descampado durante una tormenta.