martes, 25 de septiembre de 2018

QUE DEL ESTADO NOS LIBRE DIOS


Además de la facultad para que el individuo haga, diga y piense lo que le de la gana, la libertad es la capacidad de pensar, decir y hacer lo que a cada persona quiera, sin necesidad de justificar la razón o el motivo por el que lo haya hecho.
¿Y si lo que haga daña o molesta a otro?
Puede, entonces:
a) pedirle disculpas por las molestias.
b) darle cien euros para que se tome una limonada y se le quite el cabreo.
c) meterle un metido entre los ojos para que pueda añadir uno más a su primer motivo de queja.
Todo y cualquier cosa, desde luego, antes que invocar la intervención mediadora en el conflicto de una parte supuestamente neutral, como el Estado.
¿Y si alguien siente que la libertad de otro mengua su propia libertad?
Pues, inevitablemente, salta la chispa del conflicto que, si no se limita en sus daños y consecuencias, provoca un incendio como el de Atlanta en “Lo que el viento de llevó”.
Desde luego, lo que a nadie se le debe ocurrir, (lagarto, lagarto) es pleitear contra el Estado.
¿Y por qué no?
Porque el Estado siempre gana y el ciudadano-contribuyente siempre pierde.
a) el ciudadano tiene que sufragar los gastos de la representación legal que deba defenderlo en los tribunales.
b) simultáneamente a sus gastos de defensa, paga con sus impuestos el costo de la representación legal del Estado.
Si pierde el pleito, le cuesta un  dineral y, si lo gana, consigue solo la parte de lo que la sentencia, resultante de restar su aportación vía impuestos de lo que el Estado se gastó al encausarlo.
--Entonces, ¿qué?
--Que del Estado, tan lejos como de la encina en descampado durante una tormenta.