domingo, 24 de marzo de 2013

EL MILAGRO DE LA SEMANA SANTA



   Puede que la Iglesia nunca se equivoque pero algunas de sus decisiones, como la que adoptó el año 325 en el concilio de Nicea al fijar el calendario de la Semana Santa, son difíciles de entender.
   Desde entonces, los días de recogimiento para compartir con Cristo las tribulaciones de su martirio y la exaltación de su resurrección coinciden con los de la semana siguiente al equinoccio de primavera.
    Es equinoccio cuando, por hallarse el sol sobre el ecuador, es idéntica la duración del día y la noche.
    En el hemisferio norte marca el momento en que finaliza el letargo invernal y comienza el renacimiento de la vida, reactivan las plantas el flujo de su savia y hombres  y animales revigorizan el impulso instintivo de perpetuarse. .
    Esos días en los que las celebraciones litúrgicas  invitan al recogimiento, la oración y la penitencia, la primavera se rebela: el aroma del azahar perfuma de sensualidad los campos y ciudades, el canto acuciante de los pájaros excita los deseos, en los campos reverdecidos por las pasadas lluvias puntean atrevidas las primeras flores y brinca el agua de los arroyos su risa cantarina.
    La naturaleza no facilita el recogimiento que la Iglesia pide, sino el intercambio de flujos, olores y vida.
     Es imposible en primavera mirar hacia el interior de uno mismo y cerrar los ojos a la belleza que excita, tienta y enardece a los penitentes.
     Rechazar en primavera la tentación sensual para refugiarse en el dolor penitencial es el verdadero milagro de la Semana Santa.