viernes, 18 de octubre de 2013

DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR-9-EL PRIVILEGIO DE LA POBREZA



Aquel protectorado musulmán bajo el que vivieron no duró demasiado y se enteraron de que había acabado cuando regresaron los que llevaron a la aldea vecina el tributo anual  y no encontraron a quien pagárselo.
Decidieron vender lo que llevaban y regresaron con  objetos de labranza, lingotes de hierro para que el herrero hiciera herramientas, telas, calzado y remedios para enfermedades.
Meses después de que regresaran, aparecieron caminando dos forasteros vestidos con pardos hábitos rematados por capuchas que, después de hablar durante largo tiempo con el viejo cura de la aldea, anunciaron la fundación de un monasterio que ocuparían frailes dedicados a rezar y trabajar.
Los aldeanos se sorprendieron de que, por primera vez, llegaran unos forasteros que no necesitaban su ayuda para vivir porque les anunciaron que tenían obligación de comer solo los alimentos que ellos mismos se procuraran con su trabajo.
Se alojaron entre las ruinas del monasterio que había ordenado edificar Ramiro de Coblenza y comenzaron inmediatamente a reconstruirlo.
Entre esas tareas y la de labrar un huerto que el monasterio tenía, pasaban toda la jornada sin incomodar a nadie mas que con los cánticos que siete veces al día, día y noche, entonaban como oraciones.
Empezaron arrancando piedras del risco y pronto llegaron seis monjes más para acelerar las obras. Dos de ellos se encargaban exclusivamente de darle una misma forma octaédrica a las piedras, otros dos excavaron profundos cimientos  hasta completar una zanja de 40 pasos de longitud por 30 de anchura y los otros cortaban árboles para obtener la madera que necesitarían.
Seguían escrupulosamente la división del día en cuatro: seis horas para rezar, seis para labrar la tierra, seis para construir el edificio y seis para dormir.
Durante los muchos años que tardaron en construirlo, llegaban esporádicamente imagineros, vidrieros, especialistas para labrar la piedra y, finalmente, un equipo para izar al campanario frontal la campana que habían traído, y fijar el badajo con verga de toro.
Poco después de que la iglesia se abriera al culto llegó una cuadrilla de andrajosos, algunos de ellos tonsurado, lo que indicaba que eran clérigos.
Se instalaron frente al monasterio e increpaban a los monjes como herejes, aunque los incitaban a que se les unieran.
Se declararon cátaros, secta escindida del cristianismo, que reconocía igual capacidad creadora a Dios y al Diablo, predicaba el ascetismo y la pobreza como condición indispensable para salvar el alma y rechazaba como manifestación diabólica la posesión de bienes materiales.
Fue el primero de varios movimientos que frecuentemente degeneraron en luchas sangrientas desde entonces, predicando que solo eran pobres evangélicos los que vivían de la caridad.
Todos ellos acusaban a los frailes del  monasterio de incumplir la obligación de la pobreza porque se alimentaban de lo que producía su trabajo y no de las limosnas de los fieles.
Fue una teoría que solo se llevó a la práctica siglos después, cuando las limosnas o subvenciones del Estado detraídas con impuestos a los que trabajaban, permitía eludir el trabajo y estimular el ocio.
El continuo peregrinaje de las numerosas sectas propagadoras del poder demoníaco del trabajo y de la bondad evangélica de la pobreza lo acometían en ausencia de condiciones higiénicas elementales y contribuyó a difundir brotes de peste y epidemias, que diezmaron a la población europea.