De que Diego
Carcedo y servidor no debimos ser demasiado malos en nuestro oficio lo
demuestra lo gordos que estamos (servidor 11 arrobas) y lo mucho que nos reímos
mientras trabajábamos.
En vez de
pagarnos por trabajar, deberían habernos exigido que pagáramos por hacerlo. Yo
hubiera pagado con gusto.
Es la
conclusión que ha brotado espontáneamente de mi abotagada sesera tras leer el
episodio del espía ápodo que Diego relata en su libro “Sobrevivir al miedo”.
Diego es un
narrador excelso: no conozco mayor placer que escuchar, desde una butaca
acogedora, el relato de alguna de sus aventuras de nómada.
Falta en su
narración de aquella aventura del espía ápodo de Lisboa la parte quizás mas
chusca de la aventura, la de la peliculesca negociación que, conmigo como
conductor de mi Volkswagen Dasher de dos puertas y dando vueltas por los
jardincillos delanteros del Palacio de Belem, mantuvieron el canciller Alonso
del consulado y el fugitivo.
El canciller
se sentó detrás, el fugitivo en el asiento delantero derecho y yo conducía.
En un momento
de las tratativas, el fugitivo avisó de su perentoria necesidad de descargar su
vejiga. Arrimé el auto al parterre que circunda los jardines y, como los perros
marcan su territorio meando, así marcó
el suyo el prófugo.
Aquella
intriga lisboeta y el miedo con el que retiré mi coche del centro de la calle
de Washington . donde lo habían atravesado los manifestantes antivietam para
taponar el paso de los blindados de la guardia nacional, fueron los más
excitantes momentos de mi arriesgada vida periodística.