lunes, 11 de abril de 2016

APRENDER A VOTAR

   

Desde San Ignacio de Loyola hasta ahora estábamos convencidos de que el hombre había venido al mundo para  “alabar, hacer reverencia y servir a Dios y, mediante eso, salvar su alma”.
Pues ya no. Por lo menos la subespecie humana conocida por español tiene un objetivo vital prioritario: votar.
Si votar tiene prioridad sobre salvar el alma, más le vale al español saber cómo se vota, lo mismo que hasta el siglo XVI sabía que rezar bajito no servía porque había que hacerlo a voces.
Hasta ahora, evidentemente, estamos votando muy malamente porque cada dos por tres tenemos que hacerlo, lo que demuestra que la vez anterior no sirvió para nada.
Ese reiterativo fracaso se puede deber: a) a que votamos al que nos promete que va a hacerlo mejor que los otros y, b) porque las promesas son engañosas y nunca sabremos si el que promete quiere decir lo que parece que dice o el que oye interpreta cabalmente lo que le han dicho.
Hay, por tanto, que cambiar de sistema para votar según lo que no puede ocultar el candidato: su apariencia.
Es menester, por lo tanto, elegir  al candidato cuya aspecto físico más tilín nos haga.
¿Quién, por ejemplo, no hubiera votado a Leyre Pajín si en vez de Zapatero hubiera sido la candidata socialista?
¿Y Maritxell Batet, no es más convincente que Pedro Sánchez?
Si  Inés Arrimada hubiera sido la candidata a la presidencia, ¿no habría sido Ciudadanos el partido más votado y no el cuarto?
Y Rita Maestre, que demostró la buena envoltura de su corazón cuando asaltó la capilla de la universidad, ¿no hubiera ganado más votos que el desgalichado Pablo Iglesias?
El resultando de todos esos considerandos está claro: no es malo votar, sino los argumentos con que el candidato electoral reclama el voto.