Si lo ha dicho Manuela Carmena—esa
especie de triángulo isósceles que ha alcanzado tanta altura de poder como poca
es la base de su aptitud—punto en boca.
“Se ha acabado la democracia
representativa”, ha venido a decir, y se
quedó corta porque la democracia, con el apellido que quieran ponerle, no sólo
se ha acabado sino que nunca ha existido en España.
El pueblo, que es el que manda
según la etimología de democracia, nunca ha mandado porque si mandara no sería
pueblo, por naturaleza obediente de grado o por fuerza al que mande.
Otra cosa es que la alcaldesa de
Madrid quisiera decir que éste cachondeo de democracia representativa (el
sistema que, generalmente por elección, designa al que ejerza en su nombre el
poder) se ha acabado en España.
Y, si eso es lo que pretendía
decir al decir lo que ha dicho, también
se equivoca porque el pueblo español, desde hace ya medio siglo, se ha limitado
a elegir como representantes políticos a
gente cuya inclusión en las listas electorales no dependió de ellos, sino del dictador
del partido patrocinador de la lista electoral.
Si fuera congruente y aconsejara
según su experiencia, esa abuela un tanto desaliñada y un mucho fruto de su
pródiga suerte que le permitió no estar aquella noche de Enero de 1977 en el
despacho de abogados de Atocha en el que se supone que debería haber estado,
propondría el azar como determinante en la escogencia de mandamases.
Porque, y dejándonos de cuentos y
palabrería, ¿qué interesa más a los pueblos para que los gobierne quien tenga
que gobernarlos? ¿Un tío-a listo-a, uno inteligente-a, un honrado-a , o uno –a al
que-a la que la suerte le sonría?
Evidentemente, el mejor gobernante
para un país sería aquel-aquella al que los dioses amparen con el regalo determinante
de la suerte.
Un suponer: Manuela Carmena.