Antiguamente,
cuando lo que ocurriera te sorprendía porque nadie había anunciado que
ocurriría, la vida tenía un aliciente: el de ese sobresalto estimulante de lo
inesperado al enterarte de que ha pasado lo que nadie esperaba que pasara.
Eran tiempos
en los que te enterabas de menos noticias de las que te enteras ahora, quizá
porque aquellas eran noticias de verdad y las de ahora solo sean vagidos del
viento.
En la memoria
conservo el anuncio de la derrota francesa en Diem Bien Phu que un día de 1953
escuche en el parte de la radio, mientras comíamos en ritual silencio en casa
de mi abuelo Miguel.
O la del
asesinato de Kennedy, del que me enteré al salir de ver en el cine “Drácula”
porque, en la noche neblinosa, la estaban comentando unos parroquianos a la puerta
del bar de Pesito.
Esas eran
noticias dignas de ser recordadas, y no las de hoy en día como, por ejemplo, la
que abre la primera página de El Mundo: “Los ex consellers de ERC se niegan a
contestar a la fiscalia del Supremo”.
O la de El
Pais; “Puigdemont a los exconsellers: haced lo que sea para salir”
Y es que, como
el consumismo desenfrenado ha trivializado la alegría de lograr lo tan
largamente esperado, hay que reseñar como sorprendente lo rutinario.
No se publica algo
porque sea noticia que importe leer, sino que algo es noticia que importa leer
porque se publica.