En su lengua
acadia lo llamaban Asurbanipal y en el latín de los romanos lo conocían por
Sardanápalo.
Como la
historia se nutre a veces de la mitología, hay quien sostiene que Asurbanipal y
Sardanápalo eran hermanos y que, mientras el primero reinaba con prudencia y
mesura en Babilonia, el segundo tiranizaba Nínive y, en una nueva edición del
eterno duelo entre el mal y el bien, el pleito acabó en guerra.
Mi amigo y
colega santacrucino Jose Quiroga, al primero que oí referenciar a Sardanápalo, lo
usaba para calificar al más bárbaro nacido de mujer, el hombre que solo tiene
de humano el aspecto.
Eugene
Delacroix, que pintó el retrato del fin de Sardanápalo que exhibe el museo parisino
del Louvre, describe la escena:
“Los rebeldes
asediaron su palacio... Acostado en una magnífica cama, en la cima de una
inmensa hoguera, Sardanápalo da la orden a sus eunucos y a los oficiales de
palacio de degollar sus mujeres, sus pajes, hasta sus caballos y sus perros
favoritos; ninguno de los objetos que habían servido a sus placeres debían
sobrevivir”.
Como moraleja
de toda controversia épica entre la bondad identificada con un personaje y la
maldad en su antagonista, hasta la riña de corrala que es esta desavenencia de
Cataluña con el resto de España requiere un bueno y un malo para que los
historiadores la narren.
Y ahí está el
problema.
¿Es lo
suficientemente bueno Mariano Rajoy para que al díscolo Puigdemont le
corresponda pasar a la Historia como el malo?
En justicia a
sus méritos, lo más acertado para los que escriban la historia española de
estos días sería ignorarlos, como si nunca hubiera existido ninguno de los dos.