sábado, 23 de febrero de 2019

EL FUGITIVO ÁPODO


De que Diego Carcedo y servidor no debimos ser demasiado malos en nuestro oficio lo demuestra lo gordos que estamos (servidor 11 arrobas) y lo mucho que nos reímos mientras trabajábamos.
En vez de pagarnos por trabajar, deberían habernos exigido que pagáramos por hacerlo. Yo hubiera pagado con gusto.
Es la conclusión que ha brotado espontáneamente de mi abotagada sesera tras leer el episodio del espía ápodo que Diego relata en su libro “Sobrevivir al miedo”.
Diego es un narrador excelso: no conozco mayor placer que escuchar, desde una butaca acogedora, el relato de alguna de sus aventuras de nómada.
Falta en su narración de aquella aventura del espía ápodo de Lisboa la parte quizás mas chusca de la aventura, la de la peliculesca negociación que, conmigo como conductor de mi Volkswagen Dasher de dos puertas y dando vueltas por los jardincillos delanteros del Palacio de Belem, mantuvieron el canciller Alonso del consulado y el fugitivo.
El canciller se sentó detrás, el fugitivo en el asiento delantero derecho y yo conducía.
En un momento de las tratativas, el fugitivo avisó de su perentoria necesidad de descargar su vejiga. Arrimé el auto al parterre que circunda los jardines y, como los perros marcan su territorio meando, así  marcó el suyo el prófugo.
Aquella intriga lisboeta y el miedo con el que retiré mi coche del centro de la calle de Washington . donde lo habían atravesado los manifestantes antivietam para taponar el paso de los blindados de la guardia nacional, fueron los más excitantes momentos de mi arriesgada vida periodística.