miércoles, 16 de octubre de 2013

DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIÓ A NO ANDAR-8-LA BONDAD DEL AISLAMIENTO




DESDE QIE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.
8.-LA BONDAD DEL AISLAMIENTO

El valle, cercado por altas montañas de cumbres permanentemente nevadas, solo tenía salida relativamente fácil al norte, a través de una garganta estrecha por la que discurría un arroyo que, con el deshielo de primavera o las tormentas del verano, cortaba el paso.
El aislamiento de los habitantes de la aldea les impidió beneficiarse del progreso que  experimentaba la civilización, pero también los libró de las guerras que generaron ese progreso.
Se enteraron de que unos extranjeros musulmanes habían llegado desde el Sur y eran los nuevos amos cuando llegó desde la aldea vecina un jinete extrañamente vestido que, como siempre a través del intérprete que lo acompañaba, avisó que, en adelante llevaran cada año a la aldea vecina el impuesto que venían pagando al comendador.
Comunicó, además, que por pertenecer a una religión revelada, serían considerados dimmies y, por lo tanto, exentos del servicio militar y de la sharía, el conjunto de normas y leyes religiosas que regulan el comportamiento de los creyentes musulmanes.
La cultura de los nuevos amos, moldeada por una religión nacida en el incómodo nomadismo de los desolados desiertos de Arabia, se hizo sedentaria en cuanto conoció los placeres y la comodidad de las ciudades.
Se limitó durante mucho tiempo el contacto de los habitantes de la aldea con el exterior al viaje que varios de ellos hacían para entregar el impuesto anual.
Trajeron en uno de esos viajes lo que se conocía como herradura, una calza de hierro para los caballos y burros, que se fijaba a los cascos con clavos de hierro.
Alarico el Tuerto, que se quedó en la aldea varios meses aprendiendo el oficio de herrero y herrador, puso una herrería en la que herraba bestias cuando regresó a la aldea.
Se multiplicó desde entonces el número de animales de labor en la aldea y aumentó como no podía imaginarse la producción en los campos y la riqueza de la población.
Se terminó entonces la Iglesia que había comenzado a levantar muchos años antes Ramiro de Coblenza, y la prosperidad se reflejó en el boato de las ceremonias y el consumo de incienso para tapar el mal olor corporal de los feligreses.
En los gélidos días invernales, cuando el viento de norte tenía atrapado a los aldeanos en la maloliente oscuridad de sus viviendas subterráneas, llegaba el domingo como un acontecimiento.
En la profusamente iluminada iglesia, en la que la tenue luz diurna penetraba por las multicolores vidrieras, parecía que habían anticipado la gloria prometida envueltos en el aroma del incienso.
El cura, que en el altar mayor oficiaba la misa revestido de ropajes a los que la luz arrancaba reflejos dorados, les parecía un ser superior, al que obedecer y respetar.
Creció así el poder y prestigio de la Iglesia y el del Clero, que sirvió de contrapeso al del comendador y, con el tiempo, forjo una alianza: el comendador hacía lo que le ordenaba el cura y el cura dejaba de criticar decisiones del comendador.
Entre los aldeanos era frecuente la gripe, generada por el cambio de temperaturas de las templadas viviendas subterráneas al gélido exterior, los accidentes en las labores del campo e infecciones por ausencia de higiene.

Pero no les afectó una epidemia llamada peste negra que, según relataron a su vuelta los que fueron a la aldea vecina a llevar el tributo anual, había diezmado a los habitantes del resto de la región.