jueves, 8 de octubre de 2015

GARZON



Lo conocí en Lisboa una mañana de invierno en la que el viento del inmediato Atlántico zarandeaba los bajos de su gabardina y la lluvia racheada agitaba sus cabellos.
Había llegado encabezando una comisión rogatoria para conocer las andanzas en la capital portuguesa de Amedo  y sus compinches del GAL que se habían jugado en Estoril el dinero que sacaban de su tarjeta de crédito oficial.
Era el juez Garzón, el desfazedor de entuertos que empezaba a labrarse su posterior fama de azote de los pillos, justiciero de los justiciables.
El celo con que acometía su cruzada contra las maldades de los malvados y su habilidad para capitalizar ese éxito lo empinaron a la política.
Ese fue su error: esperaba suceder a Felipe González como mero mero  y Felipe se aprovecho de su fama pero no lo hizo ni ministro.
Burlado en sus pretensiones, uno de los más listos de la España de entonces, desde entonces decayó y, paulatinamente, fue dando tumbos buscando la fama perdida y, progresivamente, demostrando que era tan listo o tan tonto como cualquiera.
Ahora, al enjuiciar las fracasadas negociaciones del líder de izquierda unida con el de Podemos, Garzón achaca el desacuerdo a que a los de Podemos solo les interesaba el beneficio electoral que su partido podría obtener del acuerdo.
¿Y qué esperaba el juez implacable, el político impecable?
Porque si esperaba que fuera el amor a la humanidad y a la patria el motor del tejemaneje de los partidos políticos, el listo Garzón no lo es tanto, sino mas bien un poco tonto.
El tiempo, como sucesor de aquél iconoclasta bizantino que fue Constantino Coprónimo, ha derribado implacablemente a uno de nuestros ídolos: Baltasar Garzón.
Que se dedique, pues, a matar venados con un rifle que le permita hacerlo a 500 metros de los cuernos del bicho