Alberto Garzón,
que por ser el mandamás de Izquierda Unida es el Stalin de ésta España
eternamente postfranquista, ha hablado de libertad, de la que los rojos tanto
han aprendido a fuerza de suprimirla.
Y, para que lo
entendieran tanto los intelectuales de barba rala como los gañanes de barba crespa,
explicó lo que es la libertad usando la parábola, ese recurso dialéctico para
que hasta lo más enrevesado lo comprendan el más sutil y el más garrulo:
“No solo se
debe ser libre de entrar en un supermercado, sino de comprar los bienes
necesarios”..
Al fin y al
cabo, lo que casi todo el mundo hace en todas partes, a cualquier hora en que
los supermercados estén abiertos.
Como “casi todo
el mundo no es todo el mundo”, sería oportuno encontrar la excepción a la regla
que el compañero Garzón formuló como norma ideológico-política.
Después de
observar cuidadosamente durante una larga media hora las actividades de
compradores y vendedores en un supermercado, todos coincidieron;
Los compradores
recorrían los estantes del supermercado, echaban en su carrito el producto que
les apeteciera o necesitaran y, antes de llevárselo del recinto comercial, pagaban
en caja el precio que marcara en su etiqueta.
¿De qué se
queja entonces el cascarrabias Garzón?
Pues de que a su achichincle Diego Cañamero y sus secuaces, cuando van al supermercado a
llenar sus carros de la compra, el voraz egoísmo de los cajeros los obliga a
pagar lo que lleven en el carro, antes de permitirles que lo metan en sus coches, aparcados en la
explanada del supermercado.