viernes, 19 de abril de 2019

DE LA MUERTE Y LA VIDA


Un tal Charles Darwin era capitán de un barco inglés que hace tiempo fue a parar a un sitio lejano en el que se encontró muchos bichos que nunca había visto, y ni siquiera imaginado que existieran.
   Como no tenía nada mejor que hacer, se puso a observar lo que veía y a meditar sobre lo que había visto. Cayó en la tentación de que lo que había deducido de sus observaciones merecía la pena que otros lo supieran, y se puso a escribir lo que después se conoció como “El origen de las especies”.
   Mas o menos venía a decir que los genes de los individuos mas fuertes de cada especie eran los que a lo largo del tiempo prevalecían y orientaban la morfología y el carácter de sus descendientes.
(Los nazis llevaban a sus hijos a escuelas nazis y los madridistas inculcan el madridismo a sus hijos para, en sus descendientes, perpetuarse per in secula seculorum).
Esa perentoria necesidad de que los hijos sean iguales que los padres y lo más diferentes posible a los de familias y castas ajenas es el peligro oculto más amenazador para la humanidad.
Si todos los humanos fueran diferentes unos a otros, la eliminación de una unidad del total sería imperceptible para el resto.
Pero si preponderara esa aberración democrática de que todos somos iguales, ¿acabaría la humanidad si muriera uno de sus ocho mil millones de miembros?
Por si acaso, y para garantizar la supervivencia de la especie humana, debería incentivarse la percepción individual de que todos los hombres no solo no somos iguales, sino la de que todos somos distintos unos de otros.
Asi la humanidad, que tiene ahora 7.700 millones de habitantes, podría seguir matando prójimos con la tranquilidad de saber que, mientras más mortíferas sean las armas que los humanos usen para exterminarse, más difícil es acabar con la personificación de la maldad: el hombre.