Un tal Charles
Darwin era capitán de un barco inglés que hace tiempo fue a parar a un sitio
lejano en el que se encontró muchos bichos que nunca había visto, y ni siquiera
imaginado que existieran.
Como no tenía nada mejor que hacer, se puso
a observar lo que veía y a meditar sobre lo que había visto. Cayó en la tentación
de que lo que había deducido de sus observaciones merecía la pena que otros lo
supieran, y se puso a escribir lo que después se conoció como “El origen de las
especies”.
Mas o menos venía a decir que los genes de
los individuos mas fuertes de cada especie eran los que a lo largo del tiempo
prevalecían y orientaban la morfología y el carácter de sus descendientes.
(Los nazis
llevaban a sus hijos a escuelas nazis y los madridistas inculcan el madridismo
a sus hijos para, en sus descendientes, perpetuarse per in secula seculorum).
Esa perentoria
necesidad de que los hijos sean iguales que los padres y lo más diferentes
posible a los de familias y castas ajenas es el peligro oculto más amenazador
para la humanidad.
Si todos los
humanos fueran diferentes unos a otros, la eliminación de una unidad del total
sería imperceptible para el resto.
Pero si
preponderara esa aberración democrática de que todos somos iguales, ¿acabaría
la humanidad si muriera uno de sus ocho mil millones de miembros?
Por si acaso, y
para garantizar la supervivencia de la especie humana, debería incentivarse la
percepción individual de que todos los hombres no solo no somos iguales, sino
la de que todos somos distintos unos de otros.
Asi la
humanidad, que tiene ahora 7.700 millones de habitantes, podría seguir matando
prójimos con la tranquilidad de saber que, mientras más mortíferas sean las
armas que los humanos usen para exterminarse, más difícil es acabar con la
personificación de la maldad: el hombre.