“¿Para qué quiero llorar,
si no tengo quien me oiga?
Si en vez de chapurrear lo que
cantan los Red Sun Rising se preguntaran lo que se preguntan los cantantes de
esa sevillana rociera, los españoles no se quejarían tanto como, por vicio, se
quejan.
O, si hay que protestar tanto o
más de lo mucho que protestamos, hagámoslo desvergonzadamente, por el placer de
quejarnos aun a sabiendas de que no servirá para nada.
Como dice la letra de la soleá de
Enrique el Mellizo: ”Tiro pìedras por la calle/y al que le dé que perdone/tengo
la cabeza loca/de tantas preocupaciones”.
Y es que protesta tanto el que
tiene dinero para meter al gobierno en presidio como el que no tiene un duro.
Quejarse es uno de los derechos
incluidos en la Declaración de Derechos Humanos esa, que como el hilo, sirve
tanto para un roto como para un descosido.
Como el bicarbonato, quejarse vale
para todo porque no vale para nada más que para escuchar el propio eructo o el
propio lamento.
Pero, ¿y lo satisfechos que nos
sentimos al oir nuestra propia queja contra el gobierno, pongamos por caso, y que
el gobierno nunca escucha o hace como que no oye?
La queja no sirve para nada pero
la usamos contra todo: tranquiliza la conciencia del quejoso sin miedo a
represalias. Es como un lamento en medio del desierto, como la blasfemia del inminente
náufrago antes de que el barco se hunda.