La gente
antigua, los de antes de la guerra, estaban convencidos de que el que sabía
mucho era más dichoso que el que sabía menos,
y un desgraciado en comparación con el que sabia todo lo que era posible
saber.
Error.
Ahora que todos
lo sabemos todo y lo poco que no conocemos lo aprendemos gracias a Internet, el
hombre parece más desgraciado que aquél Adan que, por querer saber más de lo
mucho que ignoraba, tuvo que ganarse el sueldo trabajando para conseguir lo que
antes de la curiosidad le acarreara la desgracia, era gratis.
Y es que el
conocimiento es la autopista para la desgracia.
Un suponer: un
niño de los de ahora es feliz porque tiene un teléfono móvil de última
generación pero se entera de que han sacado otro que, además de hacer todo lo
que hace el suyo, además rasca donde le pique al dueño.
Ya tenemos en
un sinvivir hasta que lo consiga al niño que tan feliz era mientras lo
ignoraba.
Alguna vez
tendrá que regirse el ser humano por sus instintos y no por su inteligencia, si
quiere recuperar la felicidad.
El español de
la costa oriental de Almería debería saber que el alemán, que cada año se pasa
quince días poniéndose crema hidratante para que el inclemente sol de Almería
no lo queme, se tira el resto del año entre tenebrosas brumas del Báltico, trabajando como un burro almeriense.
Tampoco se
imagina que ese mismo alemán lo pueda envidiar porque cambaría gustoso sus 50
semanas anuales bálticas por las 50 mediterráneas del almeriense.
Y es que el
hombre es tan irracional que menosprecia lo que tiene y envidia lo que le
gustaría tener, únicamente porque no lo tiene.