Como el místico
Juan de la Cruz, los cada vez más materializados españoles vivimos son vivir en
nosotros mismos.
Y todo porque
el contubernio de los partidos políticos aparentemente enfrentados marca los momentos
de contracción (sístoles) y relajación (diástoles) del corazón de España, que
somos los españoles.
Hubo un tiempo
cada vez más lejano, y por eso cada vez más añorado, en el que los españoles si no felices, por
lo menos vivían tranquilos.
Les bastaba,
porque les convenía, delegar sus voluntades en el ciudadano que la Providencia
había colocado para mandar sobre todos,
y todos los que lo obedecían eran felices y vivían tranquilos.
Pero poco dura
la felicidad en la casa del pobre y los pobres españoles se quedaron sin su luz, su guía, su servidor y su caudillo, sin
su ángel tutelar que durante cuatro décadas les mandó lo que debían hacer, les prohibió lo que los dañaría si lo hicieran
y redujo su única obligación a la de obedecerlo.
Acostumbrados a
que les mandaran, los españoles creyeron que ahora eran ellos los que mandaban,
como les aseguraron unos embaucadores llamados políticos.
Y como todos querían
algo diferente de lo que los otros exigían, tuvieron que delegar en representantes
electos para que negociaran lo mejor para todos, y que acabó resultando lo peor
para todos los que no habían intervenido directamente en la negociación.
Esos negociadores,
que cambalacheaban en nombre de sus representados, pasaron a ser conocidos por “políticos”
y se distinguían de los que no lo eran por ser los únicos, representaran a los
que representasen, que vivían divinamente.