Desde que el
radiante cielo de España se ensombreció al morir el Caudillo, la ominosa preocupación
politica ha desplazado en la conversación de los españoles a la entretenida
discrepancia de los aficionados al futbol o los toros, Marisol o Joselito, el ruiseñor por
antonomasia.
Hay quien dice
que ese cambio evidencia un canje de lo malo a lo bueno, de la evanescente
fantasía a la tangible realidad.
En definitiva,
que hasta que se murió el añorado Caudillo (prueba de que se le echa de menos
es que no deja de hablarse de Franco) la gente hablaba de la muerte, juicio,
infierno y gloria.
Del presente no
merecía la pena preocuparse porque de eso se encargaba el Caudillo, que conocía
y resolvía todas las necesidades generales y particulares de los españoles.
En éstos
tiempos en los que se la gente se sigue preocupando de lo que siempre se ha
preocupado (comer, dormir, defenderse de los demás, fastidiar a los demás,
parecer lo que uno no es y ocultar lo que cada uno es) la gente también habla
de la postrimería, no de las postrimerías en plural.
Porque no hay
preocupaciones futuras sino la gran preocupación que engloba todas las ansias:
¿qué partido ganará las elecciones de Abril?
Lo mismo que el
balance que se establezca después de su muerte determina si el difunto va al
cielo o al infierno, el triunfo o el fracaso del partido político por el que
haya votado determinará el bienestar o la miseria del votante en los cuatro
años siguientes.
Por eso no es
tan importante el partido político por el que se vote en Abril como evitar que
se sepa a qué partido favoreciste hasta que proclames que votaste al partido
ganador.
Lo que te
permitirá atribuirte la victoria y reclamar parte del mérito.
Y, sobre todo,
que no puedan decirte lo que le decían los antiguos al que perdía en una
disputa: “vae victis”, que mas o menos quiere decir; “como la cagues y pierdas
las vas a pasar canutas…”