Cabizbundos y
meditabajos (¿o será cabizbajos y meditabundos?) los siempre desconcertados
andaluces no daban pié con bola.
Les pasaba
como a Cicerón cuando confesó que estaba tan en las nubes (nec quid consili
capiam nec quid faciam scio) que no sabía qué decisión adoptar ni qué hacer.
Y es que el
compromiso en que han puesto a los andaluces es de aúpa: tienen que votar mañana
para decidir qué pandilla de las varias que intentan vivir a sus costas es la
menos mala, porque buena no es ninguna.
Desde que se murió
el que decidía por todos y así los libraba del engorro de apechugar con la
culpa de señalar al sinvergüenza que les mandara, no han tenido que esforzarse
demasiado.
Desde el
principio confiaron el remedio de sus desgracias al PSOE y, aunque digan que es el pueblo de la
alegría, el optimismo y la grasia, los andaluces prefieren quedarse con lo malo
conocido que aventurarse a lo peor por conocer.
Acostumbrados
a someterse a los caprichos de todos los pueblos que a lo largo de la historia
los han invadido, los andaluces han aprendido a esbozar un gesto sardónico que
a sus opresores les parece sonrisa simpática.
Por eso, y
como en todas las muchas ocasiones en las que ha confirmado al dueño que los
manda o dado la bienvenida al amo que en adelante los mandará, mañana echaran
en una caja una papeleta a la que llaman voto.
Y, sin que
falte ni uno de los que voten, farfullará o pensará: “dame pan y dime tonto”.