Si lo
televisaran, desplazaría a los multivistos programas en los que todos se
despedazan a todos y, en vez de salvarse, se empozoñan.
Hablo,
naturalmente, de las reuniones de pillos en las que, con el sigilo obligado
para que no se sepa de lo que hablan (el que teme algo debe), se reparten el
pastel.
Si no quieren
que la gente sepa de lo que hablan (aunque admiten que urden pactos para
gobernar a la gente) será que temen que la gente se entere de lo que traman a
sus espaldas.
Celebran sus
tenebrosas reuniones en luminosos reservados de finos hoteles y restaurantes en
los que dicen que comen tortillas francesas y pescados a la plancha.
Esa supuesta
frugalidad los delata como futuros pésimos administradores de los bienes
públicos: es innecesario un escenario tan ostentoso para un menú tan frugal.
Si las cosas en
España fueran como deberían ser y no como son, la policía debería haber
intervenido, detener a los comensales y, después de ponerles la mano en el
pescuezo para que no se golpearan la cabeza al entrar en el coche celular,
llevarlos a declarar.
--“Oiga, uste”,
protestará el inevitable secuaz de los detenidos, “¿ y de qué los iban a acusar
al detenerlos?”
--“De tráfico
ilícito de personas, porque tramaban que a los ciudadanos de una ciudad o
comunidad autónoma los administre uno de ellos, a cambio de que a los de otras
ciudades o comunidades autónomas los administre el otro”