A quienes nos desconcierta el escarnio soez con que ahora tratan cuestiones de las que hablaban con respeto hasta los más indeseables de antaño, nos amenaza la perplejidad crónica.
Puede que sea un desorden natural de la edad provecta y que, desde que el hombre aprendió a encubrir con la palabra su pensamiento, afecte a quienes contemplen el presente desde el pretérito.
Una manifestación lógica, diría un sociólogo naturalmente argentino, de la brecha generacional.
Será por eso pero, por muy normal que sea la causa de mi perplejidad, yo sigo perplejo.
La intensidad del desconcierto no es uniforme ni, para hablar fino, isócrona. Hay ocasiones en que se exacerba y galopa como un potro en celo.
Esos episodios de perplejidad desbocada, lo he comprobado, obedecen a estímulos externos, ajenos al cadencioso funcionamiento de mi desgastado organismo.
Agarremos al bovino por las astas, que es como un porteño debería decir “cojamos al toro por los cuernos”:
Hay un programa de televisión en la sexta cadena que dirige un gracioso que a sus deudos debe hacerles mucha gracia y en el que, accidentalmente, caí la otra tarde.
Mereció la pena porque la partenaire que, sin disimular su meritoria condescendencia, aguantaba la mala uva de las gracias del gracioso, es un rotundo portento.
El ataque de perplejidad me lo provocó la parodia que escenificaron de Franco, muerto hace 23 años de muerte natural, asistida por un numeroso equipo médico, pero todavía Jefe del Estado.
No era la ramplonería de la parodia, con ser mucha, la causa de mi perplejidad, sino la bravuconería de los comentarios del gracioso, que parecía un perdonavidas al que debiera el parodiado el favor de haber muerto en el poder.
Nada parecido al valor elegante con que se ponderaba la gallardía como virtud, en mis tiempos, ni a la nobleza obligada para con el enemigo incapaz de defenderse, ni siquiera al orgulloso mutismo ante el adversario vencido.
Era la patética baladronada del desafío del ratón al cadáver del gato.
Recuperada en parte la ponderación, tras el agudo ataque de perplejidad al que me indujo el programa, una súbita revelación entreabrió las puertas de mi esperanza.
La tan denostada asignatura de Educación para la Ciudadanía remediaría el mal y encauzaría los bajos instintos del ser humano para que dejara en paz a los muertos, no se ensañe con el vencido y dé siempre una justa oportunidad de defenderse al adversario.
Pero el ánimo del anciano es voluble como la grácil pluma que agita el viento y, sin transición, puede pasar de la esperanza a la suspicacia.
¿Y si el gracioso del programa ya hubiera cursado esa asignatura y la hubiera superado con nota sobresaliente?
Por si acaso, mejor sería buscar un país en el que se deje a los muertos descansar en paz porque, en este, lo más que les espera es el “vae victis” del galo Breno a los romanos vencidos.
Armando Morcillo, en un amable comentario desde Moscú a mi pieza de hace un par de días titulada “Torturas de Yezhov”, hablaba de “la escasa actitud crítica ante Stalin y el régimen de la época” por parte de los rusos de ahora. Recuperé la esperanza:
Si no fuera porque aquí hace tanta falta, le sugeriré a mi admirado comunicante que se lleve a hibernar allí al gracioso de la sexta, para que los cándidos rusos aprendan de su caballerosa nobleza.
Claro que, como mientras Franco vivió, a lo mejor al gracioso le conviene más residir en Cheyenne.
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