Se termina la melancolía programada y la buena voluntad obligatoria de estos días de amnesia del mañana con que nos atrincheramos en Navidad.
Pero el futuro de la Navidad llega en cuanto se pasa el mal trago de tragar las doce uvas sin atragantarnos y, cuando los barrenderos retiren de las calles los excrementos de los camellos de los Magos, se acabó mirar las musarañas que han sido las bombillas multicolores ornamentales.
Sin darnos cuenta, hemos dejado atrás la candidez de Diciembre para meternos en el hosco Enero, el de la cuesta empinada hasta en tiempos de bonanza.
No tiene que ser peor que otros Eneros y, si hemos de fiarnos de lo que en los últimos días del año han admitido los que tienen la responsabilidad de cuidar de nuestro bienestar, los meses venideros van a ser Navidades perpetuas.
Tenemos que confiar en que va a ser así porque el proveedor de los 17 Reyes Magos ha prometido que habrá mejores juguetes y regalos para todos.
Que nadie se preocupe, porque sobrará dinero para las familias (autonomías, regiones, naciones o como se quieran llamar), que hayan visto aumentar el número de comensales, y hasta para las que, además de en el idioma común, quieran mentir en otra lengua.
Si esas garantías las ha dado el que más manda, ¿por qué vamos a creer a los agoreros que avisan que el poco tocino que la tía María tiene es para ella?
Los que pronostican agravamiento de una crisis de la que todos hablan pero que nadie ha sufrido, aumento del desempleo, concesión con cuentagotas de créditos y estancamiento de la demanda intentan únicamente aguar una fiesta que a todos nos mantendrá, aunque no queramos, felices y contentos.
Contentos y felices vamos a estar todos porque todos vamos a escoger representantes que defiendan nuestros intereses en Europa con tanto acierto como los que defendieron la subvención al zumo de las naranjas, del que hablan, ríen y aplauden todos los cosecheros del Levante y el Valle del Guadalquivir.
Y a esa buenaventura, los afortunados habitantes de las provincias vascongadas y de Galicia añadirán la del privilegio de escoger a los que los representen en sus Parlamentos. ¿Qué más quieren?
Pues ni así estarán contentos y es que, como la historia nos enseña, la envidia y la tirria ciega a los gobernados cuando enjuician a sus gobernantes.
Los juglares tergiversaban la historia antigua como los periodistas—los juglares hogaño—truecan la actual.
Dicen que los castellanos, cuando veían al Cid camino del destierro, se lamentaban diciendo: “qué buen vasallo, si tuviera buen señor”, pero no reseñan lo que pensaba el rey Alfonso al contemplar la misma escena: “qué buen señor sería, si tuviera mejores vasallos…”
El mismo lamento, si su alma generosa no se lo impidiera, se les escaparía en un suspiro al gobernante con apellido de honrado artesano de la lezna y la chaveta por la mezquina crítica de los que tiene que gobernar.
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