Sea quien sea a quien le corresponda, ya es hora de que ponga pié en pared y deje de andarse con el bolo colgando: tiene que acabar con este cachondeo de la corrupción.
Hace semanas, encuentran bajo el colchón de un alcalde 160.000 euros, poco después le regalan trajes valorados en dos millones de eternas pesetas al capitoste de una comunidad autónoma y ahora va un periódico y revela que al que manejaba las listas electorales de un partido político le echaron los Reyes un Jaguar de verdad y no de juguete.
Hasta al paradigma de la legalidad, al justiciero mayor del Reino, se le olvida decir que cobrará 40 millones de pesetas de sueldo durante la excedencia pagada que ha solicitado y le han concedido.
Como es bien sabido que el que regala bien vende, muy cándido habría que ser para creerse que el agraciado por los regalos los aceptó de bóbilis bóbils, sin retribuir a su benefactor con alguna merced a su alcance.
A esa al parecer tan extendida práctica de retribuir desde la administración pública regalos de particulares se la conoce por el feo nombre de corrupción administrativa.
Tiene similitudes con el incesto, una aberración dentro del estrecho límite de la familia, aunque la corrupción es una irregularidad en el amplio marco de la sociedad.
La corrupción provoca efectos perniciosos y no es el menor de ellos la envidia porque los funcionarios a los que nadie haya intentado sobornar se preguntarán si es que sus funciones son menos importantes que las de los sobornados y ese sentimiento, si se extendiera, podría acarrear la parálisis de la Administración.
Hay también descontento soterrado entre los sobornados al enterarse por la prensa de que otros, por menos, han percibido un soborno más generoso.
Como acabar radicalmente con la corrupción se antoja una tarea imposible, habría que intentar por lo menos regular su práctica:
El sobornador debería declarar sus gastos en sobornos que, naturalmente, podría deducir de sus ingresos en su declaración de la renta, mientras que el sobornado debería reflejar en la suya lo recibido, sumándolo a su apartado de ingresos.
El legislador haría bien, para evitar injusticias, en detallar minuciosamente el máximo que se permita percibir a un funcionario por favorecer al demandante del trato de favor y esas “tarifas por adjudicaciones irregulares” deberían ser uniformes y homogéneas para todo el territorio nacional.
La prudencia del legislador debe tener en cuenta que la corrupción administrativa es el lubricante que permite el funcionamiento de toda maquinaria política, e impide que se gripen sus piezas vitales.
La corrupción es tan inevitable como el aborto o el consumo de drogas. Como con esas prácticas indeseables, si no es posible erradicarlas, el legislador tiene obligación de regularla. ,
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