Esta es la historia de dos ciudades,aunque no la relatada por Charles Dickens.
Los vecinos de la primera son imaginados. Los de la segunda, de carne y hueso.
La primera es un polvoriento lugar de casas de madera alrededor de un saloon donde malencarados vaqueros beben whisky mientras petrimetres tramposos desvalijan a los incautos, jugando al poker.
La segunda, situada cerca del aeropuerto de Barajas donde muchos de sus 90.000 habitantes trabajan, esperaba hace un año haberse librado para siempre de la tiranía de un déspota fullero .
El perdido lugar sin nombre de las películas del oeste y la bulliciosa ciudad de Coslada,al este de Madrid, en casi nada se asemejan, pero tienen un mismo problema: ha regresado el sheriff al que nadie quiere.
En la primera, ya lo sabemos porque muchas veces lo hemos presenciado, el bonachón aparentemente indefenso que parecía incapaz de romper un plato se ve empujado a enfrentarse al matón, es inesperadamente más rápido y más certero con el colt, se carga al indeseable, el poblado recupera la paz y el justiciero se casa con la chica de alterne regenerada.
Lo de Coslada parece que va a ser más difícil porque, dicen, las leyes permiten que el sheriff recupere su estrella y, a su amparo, siga jodiendo al personal.
Las Escrituras sentencian que no se hizo el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre lo que, traducido a nuestros días, quiere decir que las leyes se aprueban para servir a los ciudadanos y no son los ciudadanos los que tienen que someterse a leyes injustas e ineficaces.
¿Qué ley es esa ley que impide a la justicia evitar lo que todos creen que es injusto?
Muy fino tienen que hilar para justificarse quienes permiten que, en un sistema en el que gobierna el pueblo, las leyes que se elaboran para servir a los ciudadanos se vuelvan en su contra.
Sobre todo porque no es el de Coslada el primer caso en el que, en España, las leyes benefician al delincuente y penalizan a su víctima.
Tiempo sobrado han tenido los responsables para adecuar las leyes a lo que los ciudadanos exigen. Demorar su enmienda para hacerlas garantistas de los derechos del que sufre las agresiones y no del que las comete es una torpeza inexplicable.
Si siguen beneficiando al transgresor, el caso de Coslada, el de los terroristas libres, el de los atracadores reincidentes o el de los violadores pertinaces puede acabar como el del pueblo sin nombre del polvoriento oeste.
Y eso no solamente sería malo, sino evitable.
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