Puede que se engañen a sí mismos y que camuflen con sus gestos y sus palabras lo que, posiblemente, ni ellos sospechan: que desean lo que dicen que aborrecen, aman lo que dicen que detestan y necesitan lo que dicen que desprecian.
Porque, si son tan firmes sus convicciones contra lo que llaman hipocresía sacramental, ¿qué necesidad tienen de llamar matrimonio a la unión íntima o bautizo a la inscripción en el registro?
Si tan seguros están de que lo que hacen es realmente lo que están convencidos que desean, ¿por qué lo pregonan, como un desafío, exhibiendo imitaciones ceremoniales de las que la tradición adornó los sacramentos que repudian?
No hay proclamación más explícita de la creencia en que Dios existe que la blasfemia escatológica del que alardea de que es ateo.
Poca imaginación demuestran quienes dan preferencia a lo sucedáneo y lo escenifican como si fuera lo genuino.
Estas uniones monosexuales y estas inscripciones en el registro civil me emocionan porque me confirman que el ser humano necesita una liturgia comunal para marcar acontecimientos extraordinarios de su vida.
¿Qué era el matrimonio sino el compromiso público de una mujer y un hombre de compartir sus vidas y qué significaba el bautizo sino la bienvenida a la comunidad de un recién nacido?
En presencia de una autoridad religiosa o de un funcionario civil, los bautizos que quiere popularizar con el ejemplo de su hijo una cómica conocida no hacen más que iniciar una tradición que reemplace a la que hasta ahora había calado tan profundamente en la sociedad española.
Tiempo al tiempo y que pasen cadenciosamente los siglos. Con o sin cura, los padres seguirán organizando ceremonias para que sus amigos conozcan a su nuevo hijo y los que, en un momento de fugaz euforia, decidan que intentarán pasar juntos lo que les quede de vida, participaran su osadía en un banquete a sus conocidos y amigos.
En esencia, todo sigue igual.¿Merece la pena tanto alboroto para cambiar detalles que hasta ahora han sido eficaces?
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