lunes, 23 de noviembre de 2009

MARCHANDO UNA DE DEMOCRACIA

Ni en la fase más anárquica de una revolución manda el pueblo, sino su cabecilla más audaz.
La democracia es una pretensión quimérica porque el pueblo no aspira a gobernar, sino a ser gobernado con eficacia y rectitud.
Si ejerce el poder quien más votos haya logrado en unas elecciones, no es garantía de que su régimen de gobierno sea una democracia.
Una vez electo, el interés del que manda difiere del de una parte, al menos, de los gobernados, los que no lo votaron.
El gobernante electo habrá conseguido más votos que otros que aspiraban a gobernar, lo que no avala que sea el mejor de los que querían mandar.
Si su actuación en el poder defrauda las expectativas de quienes lo eligieron, el pueblo tiene que resignarse aunque se sienta engañado, a pesar de que justifique su ejercicio del poder en las reglas de la democracia, el gobierno del pueblo.
Las promesas electorales encubren más que revelan las intenciones del aspirante a gobernar. Si el candidato anunciara medidas inevitablemente incómodas, los votantes votarían al candidato que les prometiera eludir esas medidas.
No hay engaños. Tan natural es la falta de escrúpulos del que ambiciona gobernar como la repugnancia del gobernado a enfrentarse a incomodidades, si hay quien promete evitárselas.
En la contradicción entre la naturaleza humana y el concepto de democracia como sistema de gobierno radica el fracaso de ese régimen político.
El hombre, por naturaleza, recurre a todos los medios, sin excluir la fuerza, la coacción, el chantaje, el fraude y otros artificios de su ingenio, para alcanzar una posición ventajosa sobre sus semejantes.
Los gobernantes que forzaron el ritmo de progreso de sus países alcanzaron el poder sin el respaldo inicial de sus pueblos y gracias a que eliminaron a sus adversarios. Se ganaron la adhesión de sus conciudadanos por la eficacia con la que ejercieron el poder, no por cómo lo obtuvieron.
Al margen de la política, en el mundo real de la economía, ningún empresario dirige su empresa porque los trabajadores lo hayan elegido para el cargo.
Quien aspire a presidir un consejo de administración tiene que imponerse a quien esté en la cúpula como miembros del consejo, y no se le ocurre intrigar contra ni buscar apoyos de quienes ocupen un lugar secundario en la jerarquía.
No a todos los que accedieron al poder sin ser electos para ejercerlo se les puede tildar de que durante todo su mandato gobernaron al margen de la democracia. En largos períodos, algunos dictadores ejercieron su mando con el respaldo, unas veces tácito y otras fervoroso, de sus pueblos.
¿Quién puede negar que una gran mayoría de rusos, alemanes o españoles estaban convencidos de que Stalin, Hitler o Franco ejercían su poder porque el pueblo lo había delegado en ellos?
¿Era compatible su poder personal con el poder del pueblo, llamado también
democracia?
Si así fuera, lo determinante para calificar de democrático un sistema de gobierno sería la forma en que el poder se ejerza, no la manera de alcanzarlo.

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