Cada día van a los Centros de Mayores a pasar
unas horas con los de su edad, y distraer así su ocio.
Son nietos de unos abuelos que nunca supieron
el significado de la palabra aburrimiento, la menos utilizada en las
conversaciones de entonces.
Cuando
los abuelos de ahora eran nietos, todavía no había comenzado la roturación
masiva de los campos españoles que, con semillas especiales y el generoso uso
de abonos químicos, insecticidas y herbicidas, aumento la productividad de la
tierra tanto como disminuyó la fauna que en ella vivía.
Eran tiempos en que todavía no había
necesidad de ecologistas porque la amenaza que ahora ven para la fauna salvaje
en los cazadores no la vieron entonces en los exterminadores químicos
agrícolas.
Había españoles que vivían en chozas
similares a las que 40 años después ví en Haití, Conakry, Bissau o Kenya y, en
las que había junto a la parroquia de mi pueblo, ví matar al burro inútil de un
arriero y repartir sus carnes.
A nadie se le ocurría protestar por aquello
ni por los conejos, liebres, palomas, codornices o perdices que a lo largo de
todo el año comían porque la caza y el
sacrificio del cerdo familiar era la
casi única fuente de proteínas de la dieta, aparte de las gallinas enfermas o
de las ahogadas al caerse al pozo.
La caza era una necesidad más que una
distracción y el perro no era todavía una mascota o animal de compañía sino un
valioso colaborador del cazador y, en ocasiones, su más fiel ayudante para el
sustento de la familia.
Ese era “Bizcocho”, un vivaracho perro sin
raza definida y corto pelo amarillento que siempre caminaba junto a su dueño,
El Virutas, desde casa a la carpintera, y lo esperaba a la puerta del taller
para acompañarlo de vuelta a casa.
Además de carpintero de oficio, el Virutas
era cazador en las pocas horas libres que el trabajo le dejaba.
A la hora de la siesta de un día inclemente
del verano, en la que las calles quedaban desiertas y solo se oía el lejano
pregón del vendedor de helados, llamaron a la puerta del Virutas.
Se asomó y comprobó que, como su vecino le
había avisado, a lo lejos avanzaba con el hocico por el suelo y caminar
errático el “Bizcocho”.
Entró en su casa, salió con su escopeta de
calibre 16 y un solo cañón, le metió un cartucho y disparó sin vacilar.
Se acercó al perro muerto y le dijo a su
vecino: No he matado al Bizcocho, sino a un perro rabioso que se le parecía. Mi
perro no hubiera hecho daño a nadie, como éste se lo haría al primero que
encontrara.
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