Puede que la Iglesia nunca se equivoque
pero algunas de sus decisiones, como la que adoptó el año 325 en el concilio de
Nicea al fijar el calendario de la Semana Santa, son difíciles de entender.
Desde entonces, los
días de recogimiento para compartir con Cristo las tribulaciones de su martirio
y la exaltación de su resurrección coinciden con los de la semana siguiente al
equinoccio de primavera.
Es equinoccio cuando,
por hallarse el sol sobre el ecuador, es idéntica la duración del día y la
noche.
En el hemisferio
norte marca el momento en que finaliza el letargo invernal y comienza el renacimiento
de la vida, reactivan las plantas el flujo de su savia y hombres y animales revigorizan el impulso instintivo
de perpetuarse. .
Esos días en los
que las celebraciones litúrgicas invitan
al recogimiento, la oración y la penitencia, la primavera se rebela: el aroma
del azahar perfuma de sensualidad los campos y ciudades, el canto acuciante de
los pájaros excita los deseos, en los campos reverdecidos por las pasadas
lluvias puntean atrevidas las primeras flores y brinca el agua de los arroyos
su risa cantarina.
La naturaleza no facilita
el recogimiento que la Iglesia
pide, sino el intercambio de flujos, olores y vida.
Es imposible en
primavera mirar hacia el interior de uno mismo y cerrar los ojos a la belleza
que excita, tienta y enardece a los penitentes.
Rechazar en
primavera la tentación sensual para refugiarse en el dolor penitencial es el
verdadero milagro de la Semana Santa.
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