DESDE
QIE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.
8.-LA BONDAD DEL AISLAMIENTO
El
valle, cercado por altas montañas de cumbres permanentemente nevadas, solo
tenía salida relativamente fácil al norte, a través de una garganta estrecha
por la que discurría un arroyo que, con el deshielo de primavera o las
tormentas del verano, cortaba el paso.
El
aislamiento de los habitantes de la aldea les impidió beneficiarse del progreso
que experimentaba la civilización, pero
también los libró de las guerras que generaron ese progreso.
Se
enteraron de que unos extranjeros musulmanes habían llegado desde el Sur y eran
los nuevos amos cuando llegó desde la aldea vecina un jinete extrañamente
vestido que, como siempre a través del intérprete que lo acompañaba, avisó que,
en adelante llevaran cada año a la aldea vecina el impuesto que venían pagando
al comendador.
Comunicó,
además, que por pertenecer a una religión revelada, serían considerados dimmies
y, por lo tanto, exentos del servicio militar y de la sharía, el conjunto de
normas y leyes religiosas que regulan el comportamiento de los creyentes
musulmanes.
La
cultura de los nuevos amos, moldeada por una religión nacida en el incómodo nomadismo
de los desolados desiertos de Arabia, se hizo sedentaria en cuanto conoció los
placeres y la comodidad de las ciudades.
Se
limitó durante mucho tiempo el contacto de los habitantes de la aldea con el
exterior al viaje que varios de ellos hacían para entregar el impuesto anual.
Trajeron
en uno de esos viajes lo que se conocía como herradura, una calza de hierro
para los caballos y burros, que se fijaba a los cascos con clavos de hierro.
Alarico
el Tuerto, que se quedó en la aldea varios meses aprendiendo el oficio de
herrero y herrador, puso una herrería en la que herraba bestias cuando regresó
a la aldea.
Se
multiplicó desde entonces el número de animales de labor en la aldea y aumentó
como no podía imaginarse la producción en los campos y la riqueza de la
población.
Se
terminó entonces la Iglesia
que había comenzado a levantar muchos años antes Ramiro de Coblenza, y la
prosperidad se reflejó en el boato de las ceremonias y el consumo de incienso
para tapar el mal olor corporal de los feligreses.
En
los gélidos días invernales, cuando el viento de norte tenía atrapado a los
aldeanos en la maloliente oscuridad de sus viviendas subterráneas, llegaba el
domingo como un acontecimiento.
En
la profusamente iluminada iglesia, en la que la tenue luz diurna penetraba por
las multicolores vidrieras, parecía que habían anticipado la gloria prometida
envueltos en el aroma del incienso.
El
cura, que en el altar mayor oficiaba la misa revestido de ropajes a los que la
luz arrancaba reflejos dorados, les parecía un ser superior, al que obedecer y
respetar.
Creció
así el poder y prestigio de la
Iglesia y el del Clero, que sirvió de contrapeso al del
comendador y, con el tiempo, forjo una alianza: el comendador hacía lo que le
ordenaba el cura y el cura dejaba de criticar decisiones del comendador.
Entre
los aldeanos era frecuente la gripe, generada por el cambio de temperaturas de
las templadas viviendas subterráneas al gélido exterior, los accidentes en las
labores del campo e infecciones por ausencia de higiene.
Pero
no les afectó una epidemia llamada peste negra que, según relataron a su vuelta
los que fueron a la aldea vecina a llevar el tributo anual, había diezmado a
los habitantes del resto de la región.
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