Aquel
protectorado musulmán bajo el que vivieron no duró demasiado y se enteraron de
que había acabado cuando regresaron los que llevaron a la aldea vecina el
tributo anual y no encontraron a quien
pagárselo.
Decidieron
vender lo que llevaban y regresaron con
objetos de labranza, lingotes de hierro para que el herrero hiciera
herramientas, telas, calzado y remedios para enfermedades.
Meses
después de que regresaran, aparecieron caminando dos forasteros vestidos con
pardos hábitos rematados por capuchas que, después de hablar durante largo
tiempo con el viejo cura de la aldea, anunciaron la fundación de un monasterio
que ocuparían frailes dedicados a rezar y trabajar.
Los
aldeanos se sorprendieron de que, por primera vez, llegaran unos forasteros que
no necesitaban su ayuda para vivir porque les anunciaron que tenían obligación
de comer solo los alimentos que ellos mismos se procuraran con su trabajo.
Se
alojaron entre las ruinas del monasterio que había ordenado edificar Ramiro de
Coblenza y comenzaron inmediatamente a reconstruirlo.
Entre
esas tareas y la de labrar un huerto que el monasterio tenía, pasaban toda la
jornada sin incomodar a nadie mas que con los cánticos que siete veces al día,
día y noche, entonaban como oraciones.
Empezaron
arrancando piedras del risco y pronto llegaron seis monjes más para acelerar
las obras. Dos de ellos se encargaban exclusivamente de darle una misma forma
octaédrica a las piedras, otros dos excavaron profundos cimientos hasta completar una zanja de 40 pasos de
longitud por 30 de anchura y los otros cortaban árboles para obtener la madera
que necesitarían.
Seguían
escrupulosamente la división del día en cuatro: seis horas para rezar, seis
para labrar la tierra, seis para construir el edificio y seis para dormir.
Durante
los muchos años que tardaron en construirlo, llegaban esporádicamente
imagineros, vidrieros, especialistas para labrar la piedra y, finalmente, un
equipo para izar al campanario frontal la campana que habían traído, y fijar el
badajo con verga de toro.
Poco
después de que la iglesia se abriera al culto llegó una cuadrilla de
andrajosos, algunos de ellos tonsurado, lo que indicaba que eran clérigos.
Se
instalaron frente al monasterio e increpaban a los monjes como herejes, aunque
los incitaban a que se les unieran.
Se
declararon cátaros, secta escindida del cristianismo, que reconocía igual
capacidad creadora a Dios y al Diablo, predicaba el ascetismo y la pobreza como
condición indispensable para salvar el alma y rechazaba como manifestación
diabólica la posesión de bienes materiales.
Fue
el primero de varios movimientos que frecuentemente degeneraron en luchas
sangrientas desde entonces, predicando que solo eran pobres evangélicos los que
vivían de la caridad.
Todos
ellos acusaban a los frailes del
monasterio de incumplir la obligación de la pobreza porque se
alimentaban de lo que producía su trabajo y no de las limosnas de los fieles.
Fue
una teoría que solo se llevó a la práctica siglos después, cuando las limosnas
o subvenciones del Estado detraídas con impuestos a los que trabajaban,
permitía eludir el trabajo y estimular el ocio.
El continuo peregrinaje de
las numerosas sectas propagadoras del poder demoníaco del trabajo y de la
bondad evangélica de la pobreza lo acometían en ausencia de condiciones
higiénicas elementales y contribuyó a difundir brotes de peste y epidemias, que
diezmaron a la población europea.
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