Acaban de contarme
una historia espeluznante que ha confirmado mi sospecha de que el
desclasamiento es una desgracia sea cual sea el sentido en que una persona
cambia la clase social a la que pertenece.
Tan desgraciado puede llegar a ser el que, por reveses de la fortuna,
baja varios pasos en la escalera social como el que, por suerte o azar, los
sube.
Dejémonos de coñas y vamos al
cuento:
Ërase una vez una pueblo que era
el Bilbao del sur porque sus habitantes creían que era el mejor del mundo, que
una neblinosa mañana del frío invierno se despertó conmocionado por la noticia
de que un boleto de los euromillones, sellado en una de las dos expendidurías
locales, había sido premiado con 42 millones de euros.
Se preguntaban pudorosamente
envidiosos los que vivían en Palma del Río, fueran nativos o de alguno de los
92 paises extranjeros que en el que habían encontrado allí acomodo, quién sería
el afortunado y, ante el espeso misterio de su identidad, se aventuraban
teorías que, como la de que habría sido un viejo turista de los que cada sábado
traen los autobuses del Inserso, eran posteriormente descartadas.
El fragante aroma del azahar de
los naranjos relegó al olvido el frío gélido del día en que saltó la noticia. A
los de seca y vistosa primavera siguieron los del fulgurante verano cuando los
termómetros registraron los inevitables 40 grados de cada año, empezó a
entreverse el final del inescrutable misterio de la identidad del dueño del
boleto. Fue así:
Una empleada municipal, casada con
el trabajador de una empresa que recientemente le había comunicado el preaviso
de reducción de plantilla, pidió a su jefa seis meses de permiso sin empleo ni
sueldo porque, admitió a duras penas, le habían tocado cinco millones de euros
en un billete de lotería que meses antes había comprado en la playa, y que solo
recientemente, había descubierto que había sido premiado..
Sus conocidas y amigas—expertas en el
dificultoso menester de atar cabos—recordaron de pronto que desde hacía meses,
poco o más o menos desde la época en que se supo que los euromillones habían
dejado 42 millones a un todavía desconocido, la que ahora se apunta como
titular del boleto había mostrado una súbita y extrema ansiedad por la
seguridad de sus hijos.
Se dice, y si el río suena es
porque lleva agua, que esa desazón por la seguridad propia y la de sus hijos
sigue amargando la vida del matrimonio, felizmente tranquilo y razonablemente
despreocupado hasta que los millones que ansiaban les quitaron la paz en que
vivían.
Es una injusticia, pero es verdad,
que la escala más utilizada para situar al ciudadano en el punto que le
corresponde en la escala social es el de la riqueza que posea y que a los más
ricos se les coloca en la parte superior y a los pobres en la inferior de la
escala.
Las doctrinas sociales convertidas
en regímenes políticos solo lograron cambiar el nombre por el que se conocía a
los explotadores ( nobles por jerarcas del partido y siervos por pueblo), pero
en ningún caso consiguieron una sociedad sin clases diferenciadas por el
disfrute de privilegios.
Bienvenida sea la movilidad
social, pero gradual y sin brusquedades. Paulatina superación y no subida
meteórica. Se asimila la primera pero la segunda perturba Como ratifica la
historia del boleto premiado perdido y, por fin, hallado.
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