El
restablecimiento de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba inicia el proceso de liquidación de la
satrapía cubana implantada en 1959 y apuntalada por el bloqueo norteamericano.
No ha habido
ningún régimen totalitario que abra sus fronteras para que entren visitantes
extranjeros y que no evolucione a partir de entonces a sistemas que toleren la
libertad de sus ciudadanos.
El
resquebrajamiento del franquismo español, y la creciente tolerancia a los
contactos con extranjeros en Rusia, sus satélites y China son ejemplos de lo
que ocurrirá en Cuba a partir del acuerdo Castro-Obama.
Si el acuerdo
ha sido un triunfo del castrismo o de Obama carece de importancia y solo
preocupa a los que se empecinan en personificar los logros o desgracias de los
pueblos en la ejecutoria de sus dirigentes.
Los
beneficiados indiscutibles serán los cubanos anónimos, que han sufrido la
intransigencia de los que han mandado en los dos países y que nada perdían
porque las consecuencias las pagaban los cubanos que obedecían a los cubanos
que mandaban.
En dos o tres
ocasiones visité Cuba por aquél tiempo y me fascinó la belleza de la isla, la
inevitable relación de parentesco con su gente y la entereza con que sorteaban
sus penurias.
Por lo que me
cuentan los que ahora la visitan, la
Cuba de ahora tiene que ver poco con la que yo conocí hace
casi treinta años, cuando los extranjeros a los que se permitía entrar lo
hacíamos por invitación del gobierno, con el que se me encargó negociar asuntos
de mi empresa.
En aquellos
tiempos, había hambre, y faltaban todos los satisfactores materiales que hacían
la vida agradable en los países del llamado mundo libre.
La importancia
del extranjero se apreciaba por el lugar donde el gobierno te reservaba
alojamiento: a mí me instalaban en el hotel Riviera, el que construyó Meyer
Lansky, el mafioso judio de la serie El Padrino.
Cuando sabían
que me alojaba en el noveno piso, los cubanos me consideraban importante. Pero,
según ese baremo, más debía serlo Regis Debray, que se alojaba tres o cuatro
plantas por encima, en la suite del ático, donde me invitó a un suntuoso habano
y ron especial.
Me pareció
lógico el tratamiento al periodista francés, que acompañó y puede que
traicionara al Che Guevara en su aventura cenital de Bolivia.
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